EL RASTRO DEL 'SPUTNIK'
Me estiré la otra noche en la montaña en el Montseny para presenciar el así llamado gran espectáculo de las estrellas fugaces. Este año se ha quedado corto. Una lluvia de meteoritos de saldo. Y lo peor es que no sabes a quién protestar. Además, me ha picado una escolopendra. Mirar el cielo me gusta y durante años he perseverado en ello. Mi conocimiento del firmamento nocturno tiene un origen pragmático: saber el nombre de las estrellas y su ubicación daba mucho juego con las chicas. Era decirles te enseño las constelaciones y se producía el milagro: dejaban que las llevaras de noche a lugares donde ni en broma hubieran querido ir contigo con cualquier otro propósito explícito menos astronómico. Sin embargo, cuando la cuarta amiga se quedó dormida a mi lado, roncando suavemente, mientras yo me enfrascaba a lo Pascal en la turbadora contemplación de los espacios infinitos y monologaba sobre el violento brillo rojo de Antares o el arrebatador refulgir verde esmeralda de Kiffa Boreal, comprendí que mi planteamiento era erróneo: lo que me gustaba de verdad era observar lo de arriba, lo del cielo quiero decir. A ver, no es que no me gustaran las chicas, me gustaban, pero entre una chica y Betelgeuse, psé, me daba más Betelgeuse, al menos en aquella época tan reprimida.
Para ellas ha sido también mejor porque se han casado todas indefectiblemente con hombres muchísimo más serios y de provecho, empresarios, ingenieros o abogados. Yo he seguido mirando a las estrellas y así me ha ido. Es mi sino, no en balde nací el 4 de octubre de 1957, el día que, perdonen la inmodestia, comenzó oficialmente la conquista del espacio: el día del Sputnik. Eso ha de marcar, claro. Este verano de conmemoración lunar la gente no se acuerda, pero lo del Sputnik sí fue un espectáculo. Y no lo digo porque sienta la natural afinidad con ese pequeño ingenio, Iskustvenniy Sputnik Zemli (satélite artificial de la Tierra), sino porque no hubo en el planeta quien no alzara la cabeza para avizorar con asombro (y muchos con miedo) el paso de aquella maravilla que decía bip, bip, bip. He leído (Red moon rising, de Matthew Brzezinski), que tras la hazaña que dejó perplejo y rabioso al propio Von Braun estaba un tipo muy especial, Sergei Pavlovich Korolev, que tenía pasión por los aviadores desde que vio volar a Utochkin y se pasó la juventud mirando al cielo. Acabó creando un astro. Entiendo que hay en ello alguna moraleja y aunque no caigan las estrellas yo seguiré con la mirada puesta en lo alto, escudriñando prodigios y recordando cada noche el imborrable rastro del Sputnik.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.