NEGRO EN MOSCÚ
Clic. La luz del baño le devuelve a Emilio González su rostro en el espejo. Ya no eres comisario, se dice, ni poeta, ni nada que te distinga de cualquier prejubilado. Noche casi blanca fuera y yo negro: estoy negro en Moscú. Si no fuera por los rascacielos, desde un decimosexto piso esta ciudad parecería un pueblo. Que pase pronto esta última noche, que olvide esta semana fatídica. Casar a tu única hija con un aprendiz de oligarca, perder el empleo y quedarte sin un euro. Y ser pasado a cuchillo por tu ex familia política. Quiero borrar esta semana de junio de mi memoria. Y si me queda un recuerdo, que sea la crupier del casino de abajo. Ni siquiera tenía un nombre ruso, pero me miró con amor, eso siempre se nota. Sólo sé que se llamaba Tina.
Crec. La tarima del hotel Belgrado suena como si tuviera 100 años. Emilio la pisa sin ganas, imaginando que en pocas horas será de día -de verdad- y podrá marcharse para siempre. Al aeropuerto, a Madrid, a su casa de la calle Gaztambide. Se mete en la cama y lamenta no creer en un dios que le permita dormir con tanta luz. Y encima ruidos. Toc, toc. Se sobresalta pero va hacia la puerta. Hola, le dice ella con sonrisa estándar de A1 en el Cervantes. Deja en el suelo un bulto grande para ser bolso y pequeño para bolsa de viaje.
¿Me llevas a España contigo? Ejem. A Emilio le gustaría oír sus propios carraspeos pero está paralizado. Demasiado bello para ser cierto y sin embargo ahí está la muchacha de ojos verdes y tristes. Apuesta consigo mismo a que la bolsa está llena de dinero, pero todo va demasiado rápido. Podemos empezar una nueva vida, parece decir en un español de DELE intermedio. Falta que me diga que se lo ha robado a un borracho que no se entera de lo que tiene. Pero se le acerca y se abrazan. Él cree ver, en el silencio, la velocidad: de su corazón, del tráfico de datos en los cables de fibra, del ascensor.
Bum. Eso es un puño sobre la puerta. Emilio no va a decir nada. Estas cosas siempre acaban igual. El tipo no se entera pero sus matones sí. Medio millón de rublos es mucho dinero. Si el siguiente ruido es breve, metálico y secuencial será una Makarov; en Rusia se usa mucho el calibre 22. Y si lo último que oigo en un silbido ahogado en humo, habremos muerto con silenciador, como en las novelas.
Víctor Andresco (Madrid, 1966) es escritor, autor de A buenas horas cartas de amor (La orilla negra).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.