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Columna
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Vampirolandia

He estado viendo en los Renoir de la plaza de España Déjame entrar, una película sueca sobre vampiros (una pequeña vampira más bien) deslumbrante. Creo que la pillé por los pelos (lleva ya cinco meses en los cines) porque en la sala éramos exactamente cuatro personas. Nunca he visto una película en mayor silencio. En la película tampoco hay mucho diálogo, por lo que los subtítulos no me distraían y pude concentrarme en sus espléndidas y blancas imágenes. La nieve, el frío, suecos toscos que buscan el calor humano en bares desaliñados y un chico de 12 años, Oskar, rubio hasta la extenuación y con la piel más blanca que la propia nieve, pero con los ojos tirando a oscuros, un niño grandote que aún no ha pasado a la fase siguiente. Este chico llena la pantalla con una inocencia que da miedo, como si la inocencia no tuviera que ser necesariamente buena. Ni la crueldad completamente mala. La inocencia se corrompe y la crueldad se humaniza cuando llega a su vida Eli, una vampira de su edad que si no chupa sangre humana muere. Pura supervivencia. Tal vez vivir sólo se trate de eso y el amor sea la mejor manera de sobrevivir, porque sin él no resistiríamos tanta frialdad, tanta respiración helada saliendo de nuestra propia soledad. Con esta historia la poesía ha vuelto al cine. Poesía equilibrada como la mirada de Oskar, que trata de no desesperarse ante el acoso de sus compañeros de colegio. No se sabe qué mirada aterra más, si la neutra de Oskar o la extraña y turbia de Eli. Qué ojos los de esta actriz, grandes y hambrientos, lejanos. Hay momentos en los que rejuvenecen y se acercan a su edad, pero en general parecen hundidos en un tiempo animal.

Bajaba hacia mi casa pensando en los que chupan la sangre sin clavarte los colmillos

La verdad es que este argumento sin la realización de Tomas Alfredson no llamaría la atención. Si no hubiese visto la imagen de cartel del chaval rascando la pared ni siquiera me habría quedado con el título. Ahora estoy pendiente de leer la novela en que está basada. Nunca he entendido la atracción del público por los vampiros. En Déjame entrar, Eli podría haber sido una vampira o cualquier otra cosa que la hiciese especial. La fuerza que mueve a los personajes no es que ella necesite abalanzarse sobre cualquier cuello palpitante, sino que él necesita que le echen una mano, que le salven. Porque el argumento contado a grandes rasgos es bastante vulgar. Así que otra vez estamos en aquella vieja distinción del qué y el cómo. El problema es que a veces se ha abusado tanto del cómo que el qué se quedaba en nada. Pero últimamente el cómo parece una plantilla sobre la que volcar el qué. Hay un cómo de serie que hace que los lectores y espectadores se sientan demasiado cómodos, por eso cuando aparece una película como ésta hay que celebrarlo.

Bajaba por la cuesta de San Vicente hacia mi casa pensando en los vampiros de verdad, en los que chupan la sangre sin clavarte los colmillos. ¡Como si todo fuera tan fácil como quitarte a una monstruosa Eli de encima! Lo peor es cuando no sabes que te están exprimiendo y sientes que te faltan las fuerzas y no encuentras explicación. Lo peor es cuando algún amigo, pareja o pariente necesita toda tu atención para seguir viviendo y sabes que si se la retiras le ocurrirá algo por lo que te sentirás culpable el resto de tu vida. Lo peor es cuando tienes que contentar a los demás para que estén alegres porque esa alegría repercute en ti. El vampiro te chupa la energía y en el fondo todos somos algo vampiros, unos un poco y otros resulta que cuando sacan los colmillos ya es tarde para reaccionar. Henry James, que se adelantaba a todos, creó en su novela La fuente sagrada unos vampiros bastante reales y nada tenebrosos, que se dedican a absorber la fuerza, talento, juventud, belleza o brillantez de quienes tienen al lado. La diferencia entre Eli y los vampiros de verdad es que los vampiros de verdad ni siquiera saben que lo son. Encuentran natural sangrar a sus semejantes y si los pillan se quedan sorprendidos; como ejemplo, el caso Gürtel y tantos otros. Hay tanto vampiro alimentándose de los bolsillos ajenos en la sociedad de Vampirolandia.

En esto pensaba mientras bajaba la cuesta de San Vicente en la semioscuridad, oyendo unos pasos detrás de mí y una respiración demasiado profunda. Los vampiros de verdad no se molestan en seguir a sus presas, por lo que tendría que ser Eli. ¿Vendría a salvarme o a hincarme los dientes?

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