Camerata guatemalteca
El viaje por tierra que debí hacer a Honduras quedó en suspenso por las noticias de bloqueos de carreteras, tanto por parte de los simpatizantes del presidente depuesto como de sus opositores, así que pude aceptar la invitación, que recibí la víspera, para ir a escuchar el concierto que daba en la ciudad de Guatemala una pequeña orquesta de cuerdas nueva y para mí desconocida. Atravesar la ciudad para ir al Conservatorio Nacional resultó, a las cuatro de la tarde, mucho más complicado de lo que yo esperaba. A mitad de la avenida de La Reforma, el tráfico estaba interrumpido, y de pronto me vi atrapado entre una multitud de autos inmóviles que recordaba el célebre cuento de Julio Cortázar. Al principio pensé que sería una marcha más en protesta por la (cada vez más) misteriosa muerte de Rodrigo Rosenberg, y no dejé de experimentar cierta impaciencia, no la natural irritación producida por la imposibilidad de movimiento, sino un desasosiego que tenía que ver más bien con la ingenuidad política de mis coterráneos y compañeros de clase (económica). "El mártir de los ricos", como le llamó algún columnista, para muchos dejó ya de parecer un héroe, aunque sin duda fue una víctima, y es posible que se haya prestado a un juego político del que creyó que saldría con vida. El abogado-empresario, propietario de más de veinte compañías en las que empleaba como testaferro a su guardaespaldas -y entre las cuales hay una que impugna actualmente un contrato por casi un millón de dólares para la emisión de pasaportes
[el Periódico, Guatemala, junio, 2009]-, dejó un vídeo con una acusación post mortem ("Si usted está en este momento oyendo y viendo este mensaje es porque fui asesinado...") en la que señala como autores intelectuales de su muerte al presidente de la República, a la primera dama y al secretario privado de la Presidencia. Cuando logré escapar del torrente congelado pero estridente de automóviles, vi que los manifestantes, en lugar de ser miembros de la población chic de la ciudad, eran indígenas "de traje" -cientos, posiblemente miles, de campesinos que llevaban mantas y pancartas y que, mientras avanzaban, iban dejando graffiti en postes y paredes como protesta contra las concesiones para minería de metales a cielo abierto otorgadas últimamente a lo largo y ancho del país-; mi impaciencia se convirtió en un sentimiento de aprobación.
Había encendido la radio, y ahora el noticiero comentaba los sucesos ocurridos esa tarde en el Congreso Nacional. Diputados de partidos rivales habían reñido durante la reunión plenaria; se dieron de empujones, se retaron a peleas de puños, y una congresista arrojó un vaso de agua a un opositor. A esta sesión, en la que se aprobó la ampliación del mandato de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, presidida por Carlos Castresana, habían asistido como observadores los embajadores de varios países, entre ellos el de Estados Unidos, que abandonaron el Congreso indignados por la conducta de los diputados. Uno de los agresores explicó a la prensa que la reyerta se debió a que "insultaron a mi mamá, y eso yo no lo permito a nadie", y su voz sonaba cómicamente quejumbrosa.
No fui el único en llegar tarde al concierto, que afortunadamente empezó con media hora de retraso. El acto era gratuito, y para mi sorpresa el anfiteatro estaba casi vacío. El público, compuesto de algunos familiares y amigos de los músicos, vestía informalmente, lo mismo que el director de la orquesta y los intérpretes, que eran muy jóvenes. Después de una breve presentación sin ceremonia alguna, el director anunció en voz alta el programa, que no había sido impreso por falta de fondos, y que incluía piezas de Bach y de Vivaldi, y la hermosa Simple symphony de Benjamin Britten.
Después del irritante trayecto a través de la ciudad con su ambiente de tensión y desasosiego, la música producida por aquellos veinte jóvenes -once violines, tres violas, tres bajos y un juego de timbales (Sibelius)- tuvo, desde los primeros compases, un efecto mágico, y durante el tiempo que duró el concierto olvidé casi por completo las asperezas del mundo exterior. La concentración religiosa de los músicos, la devota atención del público, la ausencia de notas falsas y la conciencia de que, a pesar de todo, había todavía hoy lugar para la "experiencia estética" -todo esto me hizo sentirme enormemente afortunado por el simple hecho de estar allí.
Al terminar el concierto acompañé a varios de los músicos a tomar una refacción en un café a pocos pasos del conservatorio, y tuve la oportunidad de hacer algunas de las preguntas que se me ocurrieron mientras escuchaba la música y soñaba despierto. Así, me enteré de que la Camerata guatemalteca se había formado unos meses atrás por iniciativa de los propios intérpretes, que tocan ad honorem. "El conservatorio nos ayuda con el espacio, que nos dan gratuitamente, los atriles y algunos instrumentos -me dijo el director, Martín Corleto, que hizo sus estudios, becado, en Ulynaskov, Rusia-. Pero nadie nos paga". "¿Por qué no hacen más publicidad?", pregunté después. "La publicidad es demasiado cara, y a nuestros comentaristas de cultura parece que no les interesa la música clásica", fue la respuesta. Alguien señaló que pocos meses antes el Ministerio de Cultura, que financia el conservatorio, devolvió oficial e inexplicablemente al Gobierno central más de treinta millones de quetzales (unos tres millones de euros) en concepto de "sobrantes". Más fuerte que ningún sentimiento de indignación ciudadana fue el de orgullo al pensar que compartía mesa con un grupo de auténticos incorruptibles, es decir, de héroes -la clase de héroes que extrañamos en estos tiempos, cuando el arte guatemalteco por excelencia parece que es el arte del asesinato político.
Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) ha publicado este año la novela El material humano (Anagrama).

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