Los mirones
Madrid siempre ha estado en obras, imagino que desde sus orígenes árabes, pero ese tejer continuo, esa fiebre de las obras públicas, en tiempos no lejanos, se solía hacer con cierto pudoroso disimulo. Cualquier obra, privada o pública, solía estar oculta por una valla que garantizaba la privacidad de los trabajadores sin exponerles a la pública curiosidad a la hora de echar un pitillo o de darle un tiento a la bota de vino tinto. Hoy, ese disimulo ha desaparecido, en buena parte por la mirada inquisitiva de las televisiones, que siempre encuentran el ángulo preciso al ojo crítico municipal.
Incluso la edificación privada disponía de dos elementos sustantivos: la valla y el perro que circulaba entre los cascotes y desaparecía al derribar el parapeto. Nunca supe si era el mismo perro o había un número determinado de ellos que ofrecían servicios de vigilancia en su momento. Indefectiblemente, el cerco, con el tiempo, acababa por cuartearse y entonces aparecía el ciudadano contemplativo, que pasaba largos ratos observando el trabajo ajeno. Siempre solo, en silencio, como un elemento más en el paisaje urbano. Era el vago de turno, en una ciudad que los producía liberalmente, con aire distraído, sin interferir para nada las tareas ajenas, disfrutando del espectáculo edificante del esfuerzo ajeno.
Quizá fuera bueno recobrar al vago profesional que controlaba la productividad ajena
Dijo don Miguel de Unamuno -que había detectado la presencia del ocioso espectador- que aquel vago ante la obra, o el escaparate, en las épocas en que se hacían algunas cosas a la vista, era el que hacía marchar la actividad comercial de la Plaza Mayor de Salamanca. Había varias industrias transparentes en la ciudad, entre otras un obrador de chocolates, y los operarios se esforzaban en la labor, conscientes de que tenían un público crítico y quizás exigente. Cuando los ciudadanos se retiraban, tras haber echado una ojeada a la suculenta tarea, allí quedaba el vago, impertérrito, fiscalizador, ajeno y al tiempo ligado a lo que ocurría ante sus ojos ociosos e inquisitivos.
Quizás hemos perdido la petulancia fabril y fuera bueno recobrar aquel puesto de trabajo, devolvernos al vago profesional que controlaba la productividad ajena. En el imaginativo mundo en que vivimos, donde flotan plácidamente tantos empleados y funcionarios sin quehaceres explícitos, para quienes se ha inventado una letanía de nombres que justifican inexistentes cometidos, cabría el vago mentado, aunque sería indispensable buscarle otro apelativo, como el de viceasesor de la competitividad o término análogo de fácil incorporación en las nóminas. Una Escuela Especial, con homologación universitaria, si fuera preciso, fortalecería una escalilla de fácil inclusión en los presupuestos, instituyendo becas si fuere menester o, incluso, importándolos transitoriamente de otros países. En México, en Caracas, en Lima, en El Cairo y en Manila he visto hombres que, quizás sin ellos saberlo, cumplirían los requisitos más exigentes y reforzarían los siempre bamboleantes lazos con las naciones hermanas y primas.
En esta época estival escasean los empleos para quienes no han podido pasar esas dulces semanas en las populosas playas mediterráneas. El hecho de que las cosas sigan funcionando confirma, por otro lado, que los empeños oficiales podrían ser cubiertos por la mitad de los empleados, pero eso no haría otra cosa que agravar la crisis, aunque de toda situación grave puede extraerse alguna enseñanza que nos llevara a escoger a ese porcentaje de personas capacitadas, que son las que permiten que la maquinaria funcione. Sin alharacas ni publicidad negativa pudiera crearse un estadio de hombres y mujeres alfa, bien pagados, a los que acompañaría, como un coro bien conjuntado, la pléyade de gente inútil, bien intencionada y mejor relacionada, sin el estigma de figurar oficialmente en las listas del paro.
El asunto tiene raíces en el remoto pasado. Hace años, un viejo amigo, alto cargo en cierto organismo oficial, me aseguró que en su sección, bien nutrida, sólo trabajaban dos personas: un técnico, jubilado hacía años, pero a quien no se atrevían a echar, porque era el único competente, y otro facultativo que se llevaba muy mal con la esposa y a quien el divorcio no beneficiaría, que hacía horas extra, sin remuneración, con tal de acortar su presencia en el domicilio conyugal. Este tipo de personas, y la institución del vago inquisitivo deberían estar presentes en los deseables acuerdos laborales que tanto se echan de menos.
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