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Reportaje:HOTELES CON FANTASMAS... La Louisiane (París)

La trompeta de Miles Davis

Manuel Vicent

Era aquel París en primavera de los años sesenta, en el Barrio Latino, cuyas calles recién regadas a primera hora de la mañana olían a baguette y a cruasán recién horneados, cuando me instalé por primera vez en el hotel La Louisiane, de la rue de Seine, llevado por la mitología que daba por buena la austeridad de ese establecimiento con tal de ocupar la misma habitación en la que habían vivido Juan Paul Sastre y Simone de Beauvoir durante años y también Albert Camus, Juliette Gréco y todos los jazzistas norteamericanos del momento. En el ascensor apenas cabían dos personas y era extremadamente complicado acomodarse en ese cajón si coincidías con algún músico que llevara el estuche de su instrumento. En ese renqueante ascensor habían subido muchas veces Charlie Parker y Dizzy Gillespie. A veces conservaba un rastro de perfume denso que había dejado una modelo de Dior en prácticas o aire de alcohol de cualquier bohemio.

Para vivir con agrado en esta incomodidad hay que saber apreciar el lujo que no se ve

El lujo de La Louisianne sólo estaba en su clientela. La recepción consistía en un tabuco de zapatero debajo de la escalera, con un saloncito en un altillo ocupado por una mesa y un viejo tresillo, al que se accedía por unos peldaños de madera que crujían bajo una alfombra raída. En aquel tiempo a algunas habitaciones remozadas se las había incorporado un pequeño aseo con ducha. Las ventanas abiertas a la rue de Seine dejaban entrar en la habitación los sonidos más sutiles de París. A primera hora de la mañana se oía subir los cierres de las tiendas y las ruedas de los carromatos que iban acercando las mercancías, frutas, verduras, carne, pescado, al mercadillo callejero establecido en la esquina. Uno de los privilegios que el dueño ofrecía a sus clientes más considerados era una habitación exterior.

Dentro de su sofisticada cutrez este hotel constituía un privilegio si se tomaba como un apeadero que tenía como salón de desayuno el café de Flore, como comedor la brasserie de Lipp y como patio natural los jardines de Luxemburgo. Era lo que hacían los clientes avezados. No había placer más grande en este mundo que tener veintitantos años, abrir la ventana de la habitación de La Louisiane, respirar el abril de París envuelto en un sabor a ostras que subía desde el mercadillo junto con los gritos de los verduleros, ducharse, bajar en el ascensor en compañía, tal vez, de una modelo de piernas larguísimas o de un músico o de un profesor alemán o con el escritor egipcio Albert Cossery, que vivió allí durante 40 años, saludar al vietnamita que atendía el telefonillo, atravesar los puestos llenos de frutas y llegar al boulevard de Saint Germain para acceder al café de Flore o a Les deux Magots y pedir de desayuno un café doble, un cruasán o una baguette con mantequilla y comprobar que en la mesa de al lado estaba Alberto Moravia, seco y adusto como un leño, dejándose seducir por una jovencita. Dilatarse hasta media mañana con la lectura del periódico y explorar el Barrio Latino hasta recalar en la place de Saint Michel era el rito.

La primera vez que entré en el hotel La Louisiane había un cartel clavado con chinchetas en una pared sin ninguna pretensión con las 100 caras de los artistas más famosos que vivieron en París durante la época de entreguerras. Muchos se habían hospedado en este hotel, Boris Vian, Giacommeti, Jean Genet, pero yo entonces trataba de seguirle los pasos a Sartre y a Albert Camus. Y no me importaba en absoluto que el colchón fuera de lana apelmazada, que los hierros de la cama gimieran con verdaderos alaridos al menor movimiento, que te encontraras por el pasillo gente desnuda que salía o entraba corriendo en otra habitación, que se oyeran gemidos de amor por todas partes, arriba y abajo, a uno y a otro lado del tabique. Lo daba todo por bueno con tal de vivir un tiempo donde habían vivido mis héroes literarios.

Puede que uno de mis momentos de gloria en este mundo haya sido coincidir en el hotel La Louisiane en el ascensor con Miles Davis y en aquel angosto cajón haber respirado el sudor que emanaba su cuerpo. Era casi el mediodía y probablemente él no había dormido esa noche. Recuerdo que tenía las corneas amarillas y resoplaba. Llegó a su planta, interpuso el estuche de la trompeta entre él y yo y se fue sin decirme adiós, sólo okay. Por la rue de Seine, camino del puente de les Arts, habría pasado en bicicleta la maga de Cortázar antes de que llegara a las páginas de Rayuela y tal vez se había detenido en La Palette a tomar un capuchino.

Siempre que he recomendado este hotel a algún amigo o amiga, no he quedado bien. Para vivir en esta incomodidad con agrado hay que estar imbuido por una serie de fantasmas demasiado literarios: la pipa de Sartre, la trinchera blanca de Camus, la voz oscura de Juliette Gréco. Por mi parte he seguido siendo fiel a La Louisianne de París cuando he ido acompañado de alguien que supiera apreciar el lujo que no se ve.

Interior del hotel La Louisiane.
Interior del hotel La Louisiane.DANIEL MORDZINSKI

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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