El caso del turista insolado
Ahora, claro está, usted querrá saber cómo he resuelto este caso endemoniado, el más difícil de mi carrera. Bien. Es justo que lo sepa, antes de ir a la cárcel. Mire, ciertamente son muchos los turistas nórdicos que fallecen el primer día de sus vacaciones en España: se suben ya ebrios al avión, molestan a las azafatas, llegan a Las Palmas completamente ciegos, se van a la playa, duermen la mona a pleno sol y mueren de insolación. Pero en ese turista en concreto algo me llamó la atención: la espuma verde que burbujeaba entre sus labios. Puse a trabajar mis pequeñas células grises. Envié al laboratorio la botella de anís que estaba tirada en la arena junto al cadáver para que analizasen las huellas dactilares. Pues bien: no se encontró ninguna. ¿Cómo era posible? ¿Una botella terciada, pero sin huellas? Sólo cabía una explicación: alguien las había borrado. ¿Por qué? Pues para hacer que un crimen pareciese un accidente, como en la novela Juego sucio. Encargué una autopsia, que confirmó que el pobre hombre había ingerido dosis letales de matarratas. ¡Ajajá! El siguiente paso fue averiguar quién le había vendido la botella. Así es como llegué, con mi corbata arrugada y mi gabardina sucia, al establecimiento que usted regenta, Ultramarinos Los dos Cuñados, en el que nos encontramos ahora mismo. Nada más verle, encontré sospechosa su cara torva y actitud huidiza. Recordará que con un interrogatorio hábil e insistente le sonsaqué que estuvo usted casado con Carolina, una sueca de Malmö que luego le abandonó, provocando en usted una fuerte aversión a todo lo nórdico y concretamente a los suecos, a los que usted mismo, en un lapsus significativo, llamó "ratas asquerosas". ¡Ya tenía el móvil del crimen: odio, rencor, venganza! Pero yo era consciente de que me faltaba una prueba irrefutable de su culpabilidad. Me encerré en mis habitaciones y me puse a pensar y a tocar el violín, arrancándole una y otra vez las notas del Vals triste de Sibelius... Pruebas, pruebas... Registramos minuciosamente la arena de la playa pero no encontramos ni colillas con ADN de usted, ni un resguardo de la tintorería, ni un botón roto, ni un papelito arrugado con un número de teléfono... ¡Nada!
-Entonces, teniente, me temo que ha perdido la partida. Sí, ha acertado usted, yo profeso a los suecos un odio mortal y por eso maté a ese maldito turista. Pero me temo que sin pruebas ni testigos, ningún juez me condenará. Lo siento por usted, porque me cae simpático a pesar de lo cargante que pueden llegar a ser sus visitas intempestivas y sus preguntas erráticas... Modestamente, creo que he cometido lo que llaman "el crimen perfecto"...
-¡Un momento! ¿Cree que ese crimen quedará impune? ¡No, señor mío, no! ¡Tengo una mala noticia para usted! ¡Prepare el cuello para la soga, que al verdugo se le hacen ya los dedos huéspedes! ¡Porque en el lugar del crimen encontré algo que usted perdió! ¡No una, sino dos pruebas que le incriminan sin sombra de duda!... ¿Quiere saber cuáles? ¡Su friljeru y su purrouklinque! ¿Qué me dice ahora? Ah, ¿se ha quedado sin habla? ¡Sargento, póngale las esposas!
Ignacio Vidal-Foch es autor del libro de relatos Noche sobre noche (Destino)
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