La joyera 'metalúrgica'
Una mujer que empezó inventando y fabricando alhajas con unas cadenas
Son muchas las veces que la vida elige por uno. A veces más de las que uno cree. A veces tanto que, lo que para uno era un problema, acaba siendo una solución. A Elena Cáncer (Bilbao, 1955), le pasó un poco eso hace ya años y, pensando que sería filóloga terminó como diseñadora de joyas con una tienda en el número 9 de la Calle de Velázquez.
Como buena hija de buena familia, estudio Filología Francesa en la Universidad de Deusto. Con poco entusiasmo, la verdad. Casi disfrutaba más del paseo de su casa a la facultad que de la facultad misma. Ella siempre mirando hacia arriba, descubriendo o creyendo descubrir secretos que, para el caso, tanto monta, monta tanto.
Gargolillas, pequeñas esculturas, remates de fachadas, y también: edificios industriales cercanos a la ría bilbaína (entonces todavía marrón y apestosa), fabricas metalúrgicas como la de su padre en Asua -"soldando metales aquí y allá"-, el puente de Deusto que se abría para que pasaran los barcos, siempre rodeado de fantasías ("yo escalándolo", "yo y los libros rodando por la levadiza", "yo con un pie a cada lado de la apertura", eran algunas de las de Elena...), el óxido, los bidones...
En sus piezas están los bidones y las poleas de los barcos que cruzaban la ría
Algunos de sus collares parecen cordones con nudos marineros
Elena quiso terminar su carrera en Madrid y, al hacerlo, se dio cuenta de que no quería dedicarse a la enseñanza. Así que, un poco por casualidad, recaló en Ibiza un verano, ya en la década de los ochenta. La isla comenzaba a despegar y, junto a su madre y su hermano, decidió hacer lo que tantos otros en ese lugar: abrir una tienda. ¿Pero de qué?
Al principio trajeron telas y trajes de Marruecos, pero después, y tras varios viajes que les llevaron a atravesar España en un Diane 6, descubrieron cosas increíbles en decenas de pueblos casi perdidos que encontraron en sus travesías. Maniquís y vestuario antiguos, sombreros, adornos, botones y bisutería que "permanecían en almacenes casi desde antes de la Guerra Civil y que ya nadie había querido después, ni sus propios dueños", cuenta Elena. Oportunidad aquí y oportunidad allá, fueron adquiriendo piezas que terminaron siendo para coleccionistas.
Pero como de todo se cansa uno, a los seis años de ser encargada de compras de dos tiendas en Ibiza (uno de los locales sigue siendo suyo aún), ya estaba buscando otro lugar donde empezar y un sitio donde encontrar una posible salida profesional.
"Por entonces -finales de los ochenta, principios de los noventa- estaba emergiendo Cibeles, que era aún un barco muy pequeño, y me subí", dice sin darle demasiada importancia.
Lo único que se le ocurrió para aquellas primeras ediciones de la que después sería la pasarela de moda más importante de este país, fue inventarse unos pendientes con algunas de las piezas que había ido acumulando en la tienda. Así que hizo unos cuantos pares a partir de unos sonajeros, y luego otros con unos grandes botones de pasta... "Era la época de los Maxipendientes", recuerda.
En 1988 ya adornaba Cibeles, era portada de revistas (EL PAÍS Estilos, Vogue, Elle...). Y en los noventa ya había llegado con sus joyas hasta Japón, para después ir a Londres o París.
"Lo único que tuve que hacer fue empezar a buscar, en lugar de piezas, gente; artesanos, que supieran trabajar con los materiales que yo iba a utilizar, ya fuera una tela metálica pintada a pistola o una bola de madera forrada con seda... Primero inventaba diseños para los materiales que tenía y luego terminé buscando los materiales para mis diseños, vamos, que acabé haciéndome un trabajo a mi medida", explica rodeada de muchas de sus joyas en su pequeña tienda de Madrid. Ahora, décadas después, sus joyas tienen mucho más que ver con sus orígenes y menos con toda esa etapa de buscadora y restauradora de tesoros olvidados en los almacenes de mercerías de pueblo.
Acabados en bronce, cobre, plata blanca o azulada, oxidadas y pulidas manualmente, en las piezas que diseña Elena están los bidones, las poleas de los barcos que cruzaban la ría, el puente de Deusto, la fábrica de Asua, los colores de las mañanas brumosas de aquel Bilbao más industrial... Y todo por unas cadenas que una vez le regalaron.
Así fue como empezó toda esta otra faceta: "Me habían regalado unas cadenas gruesas en una de las fábricas a las que yo iba en busca de posibles piezas para mis pendientes. El dueño no las quería, pero se empeñó en que me las llevara, convencido de que algo se me ocurriría hacer con ellas. Mientras trabajaba en el estudio las tenía entre las manos y empecé a liármelas inconscientemente de un lado para otro. De pronto me mire los brazos y me pareció precioso. Aquel fue el comienzo de todo lo que hago hoy", asegura.
En estos años ha ido perfeccionado acabados de brazaletes, cierres de pulseras, colores de collares, la caída de unas joyas metálicas que parecen cordones con nudos marineros, la flexibilidad de unas piezas que se adaptan al cuerpo, pero que son asequibles a cualquier bolsillo (entre 200 y 400 euros) y que no pierden la sobriedad y la elegancia de una joyera metalúrgica.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.