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Reportaje:DVD

Evasión y crudeza para sortear el "crash"

Toni García

Pocas épocas han resultado tan contradictorias para el mundo del séptimo arte como los años que siguieron al crash bursátil del 29 y el periodo subsiguiente, conocido como la Gran Depresión: el apagón financiero estadounidense obligó a los grandes estudios a exprimirse la sesera y ofrecer al público algo más elaborado, más concentrado, mejor. Algo que desconectara el cerebro del espectador apenas se apagaran las luces, un antídoto contra la miseria diaria. La imposible fusión de talento y necesidad dio a luz la época más prolífica de la historia del cine, por aquel entonces aún joven y con ganas de salir por ahí a pasárselo bien.

Así surgieron los jaleados gánsteres de Warner Bros y su furiosa -y poco casual- actitud contra la banca; las pluscuamperfectas screwballs (lo que pasa con la comedia cuando uno la empuja cuesta abajo) y sus alambicados gags, convertida a su vez en la plataforma perfecta para burlar el código censor del omnipresente William Hays; los monstruos de la Universal, que obligaban a la audiencia a olvidarse de su futuro para concentrarse en un presente que daba más miedo en las garras del hombre lobo, los vendajes de la momia o los colmillos del Conde Drácula.

La andanada con sonrisa del irlandés contra la América sin alma no deja de ser osada y conserva latidos del mejor Ford
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Pero a lomos de esa oleada de creatividad, que como es obvio esquivaba la crisis y se centraba en otros asuntos más llevaderos, también viajaban los clásicos, dispuestos a no dejar títere sin cabeza, aunque fuera tirando de mecanismos que ahora nos parecerían obsoletos y contando en muchas ocasiones con el vacío del público, empeñado en que le borraran la memoria.

Frank Capra había logrado conjugar el buenismo y el retrato social, con visos de crudeza pero sin llegar a pisar esa línea donde uno se ve obligado a apartar los ojos de la pantalla. Capra tocó la política, la depresión, la familia y hasta se fue a Shangri La en busca de mundos mejores.

A Preston Sturges no le hizo falta irse tan lejos para Los viajes de Sullivan, otra prueba de la resistencia del celuloide ante las circunstancias adversas. Sturges colocaba a un director de cine dispuesto a recorrer el mundo en los ropajes de un mendigo sólo para saber a qué atenerse. Pura ciencia-ficción en los tiempos que corren, pero perfectamente posible en aquel escenario, donde muchos pasaron a ser mendigos de la noche a la mañana.

Hasta Humphrey Bogart se atrevió con una pieza de crudeza impensable, La legión negra, donde un partido fascista se hacía con las riendas de un pueblo tirando del hilo de la pobreza, en una película dirigida por Archie L. Mayo, director después de Una noche en Casablanca, de los hermanos Marx. Pocos la vieron y aquellos que la hicieron no hablaron demasiado bien de ella.

Y entre tanta y tan variada brillantez poco recompensada, y celebrando su reciente salida en DVD (de la mano de Fox) en nuestro país, en una magnífica copia restaurada y remasterizada, no hay que dejar de hablar de una de las piezas más desconcertantes de la época, aunque sólo fuera por su espíritu anarquista, sus modales de okupa y sus credenciales: La ruta del tabaco. Esta película, de 1941, viene firmada por John Ford y a día de hoy continua siendo una de las rarezas más insignes de su autor. Ford adapta aquí el libro de Erskine Caldwell (que a su vez fue llevado al teatro por Jack Kirkland) sobre la historia de una familia de campesinos arruinados que ve amenazado su elaborado culto a la vagancia por culpa del banco de la población, que pretende arramblar con todo y utilizar lo que una vez fue territorio de algodón y tabaco al "cultivo científico".

Tal premisa le sirve al legendario realizador para ofrecer una comedia trastabillada que avanza a base de golpes, gritos, bocinazos e invocaciones religiosas y en cuya base se reconocen algunos de los tics del director (como su fijación por los rostros de sus actores, y en este caso -rozando el fetichismo- por una bellísima Gene Tierney, a quien regala planos dignos de las rubias de Hitchcock), pero que escapa al beneplácito crítico gracias al desorden y la simpleza de su planteamiento. Así muchos fans de Ford huyen de La ruta del tabaco como del diablo, ya que es difícil reconocer en ella la robusta construcción de tramas y personajes marca de la casa. Tal alergia al filme viene marcada además por su ubicación temporal: éste está situado entre Las uvas de la ira (1940) y Qué verde era mi valle (1941). Dos obras cumbre del cine de Ford y de la historia del séptimo arte que además tenían el mérito de hablar desde una óptica a pie de obra en una época en la que hacerlo podía situar al pecador en una lista de la que se hacía difícil salir. Situar La ruta del tabaco a la altura de esas dos obras maestras casi suena a herejía, pero no es menos cierto que la andanada con sonrisa del irlandés contra la América sin alma no deja de ser osada y que ésta conserva latidos del mejor Ford: el memorable personaje compuesto por Charlie Grapewin (un sosias del actor Walter Brennan con el plus de "me-importa-un-rábano"), las escenas con la hermana Bessie (un perfecto autorretrato de esa posturaetida que el director tomaba ante la religión) o ese inequívoco final, donde luce impasible la pachorra de Ford.

A pesar de ello, intentar que una película sin ínfulas ni pretensiones soterradas y con profusión de desgraciados sin oficio ni beneficio como ésta entrara con letras grandes en la historia de su creador era un imposible. Al público, en este caso o en muchos otros, le daba bastante igual las desgracias ajenas, estando como estaba muy ocupado con la geometría musical de Busby Berkeley, las metralletas de James Cagney o Edward G. Robinson, el marmóreo rostro de Humphrey Bogart, la clase de Claudette Colbert y los chistes de Cary Grant. Ya lo decía el mencionado Hays en aquellos tiempos: "No hay nadie que haya contribuido más que el mundo del cine al mantenimiento de la moral nacional". Palabra de censor.

La ruta del tabaco. Director: John Ford (1941). Fox.

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