Un gran festival
Julio termina y, con él, el tercer festival Via Stellae. No pudo ser mejor la inauguración, un monográfico Haendel con arias de emotiva belleza cantadas por Sandrine Piau y Sara Mingardo con un gran Rinaldo Alessandrini y su Concerto Italiano. Experiencia repetida dos días después en Bonaval, ya sin Piau y con un programa Vivaldi.
Día a día se hacía imposible seguir la pluralidad de la oferta, y eso sin salir de Santiago, porque las propuestas se multiplican en otras sedes. Por eso no puedo decir nada del Ariodante que, por lo que me cuentan, fue uno de los grandes momentos, ni del Ezio de Jomelli, que se ofrecía como primicia. Marcó el ecuador un Julio César memorable con Laurence Cummings dirigiendo la orquesta del Siglo de las Luces. La impecable dramatización permitió descubrir mil matices en esta obra cumbre de Haendel, que para mí es un protorromántico en muchas de sus arias; algunas de las partes de Cornelia son conmovedoras reflexiones en torno a la belleza y la muerte.
En el Via Stellae destaca la calidad de las orquestas y el acertado maridaje entre música y arte
El esperado recital de Philippe Jaroussky llenó el Teatro Principal. La voz límpida y la técnica perfecta al servicio de un repertorio dificilísimo pueden entusiasmar, pero rara vez llegan a despertar emoción; a destacar la expresiva aria Sposa, non mi conosci de Giacomelli. Gran contraste con el recital del bajo Lorenzo Regazzo, que fue ganando calidez y versatilidad a lo largo de un programa Haendel y Vivaldi hasta alcanzar cotas soberbias en la escena de la locura de Orlando.
Ya en la recta final, los Músicos de Minkowski marcaron otro momento culminante con el Idomeneo de Mozart. Richard Croft encarnó admirablemente al rey de Creta sin necesidad alguna de atrezzo escénico, y el director se mostró una vez más como el músico total, interactuando con cada uno de los intérpretes, desde el protagonista hasta el último atril, sin ceder por un instante en intensidad y sugestión dramática.
Penúltimo capítulo en Bonaval, un repertorio de cantatas de Bach con Dietrich Henschel y el contratenor Carlos Mena que, en contra de lo habitual con este registro tan peculiar, parece que uno nunca tiene bastante. Lástima que la cancelación de Vesselina Kasarova truncase el colofón. Tuvimos la compensación del estreno del concierto para violín de HK Gruber, dirigido por el propio compositor al frente de una competente Orquesta de Cámara de Basilea.
En resumen, un festival para recordar donde, en mi opinión, destaca en general la calidad de las orquestas y sus directores y el acertado maridaje entre música y arte. La organización ha ido redondeando su profesionalidad, silenciosa y eficiente. Tal vez excesivo por momentos el entusiasmo de un público que lanza bravos a discreción sobre el hálito del último compás, sin tiempo para respirar.
En el ir y venir de las citas admiré más de una vez la magnificencia de la plaza de la Quintana y el muro de las Benedictinas, tan austero en contraposición con la música barroca. Arquitectura y música unidas en el tour de las iglesias, que el 18 de julio entretuvo a propios y extraños siguiendo los ecos de la música por las esquinas de Compostela. Uno de los logros del festival es alternar los espacios canónicos, el Auditorio de Galicia y el Teatro Principal, con los monumentos. San Francisco es uno de esos múltiples recintos, con el inconveniente de que si no se ajusta muy bien el sonido se confunde, a pesar de la buena dirección de Graeme Jenkins al frente de la Orquesta Sinfónica de Galicia. El solemne paraninfo de la Universidad, recalentado por el sol poniente, los focos y el público, repercute sobre los músicos y los instrumentos produciendo notables desafinaciones, como ocurrió con las sonatas de Bach. Salvo estas relativas excepciones, el éxito ha sido total.
La belleza existe y cualquiera puede percibirla, no es un privilegio exclusivo, y la prueba es cuando se produce ese silencio general en que el alma queda como suspendida en el umbral de lo sublime. Cierto que la belleza no existe sin la fealdad; sirva como ejemplo de la contradicción esa exquisita aria de Bach titulada Me repugna seguir viviendo. Una y otra admiten múltiples enfoques, y en ese sentido solo puedo remitir a la lectura de Umberto Eco, que las aborda magistralmente en sendos libros. El hecho es que la emoción estética, unida al afecto y la inteligencia, acerca a los humanos.
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