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Columna
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Nuevos resentimientos

La gran pregunta es ¿cuál es la temperatura basal de nuestra sociedad acerca del futuro de la lengua gallega? La respuesta no es ni fácil ni obvia. Desde hace dos años y, sobre todo, desde la pasada campaña electoral, estamos viviendo lo que ha sido el mayor debate público sobre ella en su historia. Lo curioso es que la polémica ha partido de gentes que sienten que el castellano es su idioma y que su espacio se ha ido invadiendo poco a poco por otro al que consideran artificialmente protegido y al que parecen vincular de oficio a los nacionalistas. Es un malestar en nuestra cultura que no deja de producir cierta perplejidad. Se oye un rumor de fondo de resentimiento entre un sector de los castellano hablantes inédito hasta ahora en el país.

Las nuevas clases medias necesitan afianzarse abandonando un idioma vivido como un estigma

De hecho la angustia por la pérdida fue patrimonio preferente de los que sentían como propio el ocaso de la Galicia histórica, sometida a procesos de modernización que fueron destruyendo la sociedad y la cultura tradicionales. Cuando esa ansiedad se manifestó bajo la forma de la impotencia dio lugar al ensimismamiento social y a una literatura bella y melancólica (pienso en Álvaro Cunqueiro). En los casos en que asumió responsabilidades políticas (Alexandre Bóveda o Peña Novo ) tomó la figura de un ingente esfuerzo por configurar un modelo proactivo y autónomo de modernización. Buena parte de la historia del nacionalismo ha estado marcada por la oscilación entre ambas actitudes.

No es esta una historia local. La ambivalencia ante la modernidad ha marcado la historia contemporánea. Todo lo que se ha escrito, desde Simmel y Weber en adelante, acerca de la tecnificación y de los procesos de desencantamiento del mundo, se ha ramificado en la filosofía y la teoría social, hasta llegar a un Baumann o a un Lipovetsky. Pero no sólo el nacionalismo gallego, empujado por las transformaciones del siglo XX ha enfrentado ese reto. El pasado siglo español en su conjunto ha estado marcado también por esa ambivalencia que su cultura, sin embargo, apenas ha analizado. En los últimos treinta años se ha dejado deslumbrar por luces que no le han dejado tiempo para reflexionar sobre sus zonas de sombra.

Tal vez este nuevo resentimiento del que sectores como Galicia Bilingüe son expresión deba de ser pensado a la luz de este criterio. Es un dato objetivo que la impugnación del decreto que contemplaba la enseñanza en gallego en un 50% y las acusaciones sobre las galescolas fueron potentes palancas de agitación electoral en las manos del PP y de sus medios afines, dentro y fuera de Galicia. Aunque no sabemos en qué medida es posible cuantificar en votos el aporte que ello ha supuesto para la victoria del PP, cualquier observador puede constatar que el leit-motiv de la imposición ha cuajado en amplios sectores del país.

¿Por qué ha sido así? La explicación más sencilla y elegante es recurrir al potencial de movilización política que la derecha posee en Galicia. Las mismas medidas, si hubiesen sido impulsadas desde la Xunta de Fraga, habrían obtenido una contestación y un reflejo en la prensa muy limitados. De hecho, el trabajo de deconstrucción al que parece aprestarse Núñez Feijóo no se dirige sólo contra las dos medidas puestas en marcha por el bipartito. La supresión del examen de gallego en las oposiciones del Sergas o ciertos elementos simbólicos y rituales, como la conveniencia, de expresarse preferentemente en gallego en público parecen corroborarlo. Es más, pudiera pensarse que lo que se busca es, en el fondo, hacer del castellano el idioma de uso social por defecto y convertir el gallego en un idioma optativo subvirtiendo la lógica de las leyes presentes.

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No es sólo eso. En la facilidad con la que ha prendido el eslogan concurre también el humus de la cultura de derechas, la impostada ansiedad por la pérdida de España. Y una nueva pulsión de fondo, marcada por la manera en que nuevas clases están elaborando ideológicamente su recién adquirida posición social, producto de los grandes cambios operados en el país en los últimos 30 años. Es, ciertamente, una cuestión de identidad, una respuesta a la pregunta ¿quién soy yo? y al modo en que un idioma parece contribuir a formar una respuesta.

La explicación sociológica usual es que las nuevas clases medias necesitan afianzarse en la distancia respecto a su origen abandonando un idioma vivido como un estigma. Pero lo cierto es que hasta el presente esa posición no se expresaba como abierta animadversión. En realidad, el consenso social sobre el idioma de la era Fraga puede describirse como una inhumación ritual bajo la apariencia de la protección. Que de ahí se haya pasado a sentar las bases de un nuevo consenso que da por finiquitada la necesidad o la amplitud de esa protección da cuenta no sólo de un proceso de sustitución idiomática, sino que es manifestación de tendencias sociales de más largo alcance.

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