¿Qué motivaciones han tenido los terroristas?
Quienes han militado en ETA lo hicieron ante todo por el hecho de ser nacionalistas vascos. Habían hecho suyo un nacionalismo de carácter étnico y excluyente, que niega la pluralidad constitutiva del País Vasco y enfatiza pretendidos derechos colectivos en detrimento de derechos humanos individuales. Un nacionalismo incompatible con valores democráticos, proclive a la intolerancia y a justificar la violencia. Ahora bien, la adhesión a esta ideología y a sus objetivos políticos raramente basta para explicar la opción por el terrorismo. Si nos preguntamos por qué ha habido y hay vascos, básicamente varones y apenas veinteañeros al ser reclutados, la mitad de ellos guipuzcoanos, que se convirtieron en miembros de ETA, es preciso aludir a unae ETA, es preciso aludir a una serie de motivaciones individuales basadas en criterios de racionalidad, emotividad e identidad. Éstas se combinan de un modo variable según personas y periodos de tiempo, pero caben algunas generalizaciones respecto a los que se integraron en aquella organización terrorista desde hace cuatro décadas.
Por lo común, antes de incorporarse a ETA los futuros militantes habían llegado al convencimiento de que la violencia era útil para conseguir la independencia. Ese convencimiento apelaba a casos foráneos de insurrección anticolonial y a ejemplos propios, como impedir con atentados la construcción de una central nuclear o la ejecución del trazado previsto de cierta autovía. Aun así, para aceptar finalmente el reclutamiento muchos necesitaron percibir fundadas expectativas de éxito, confianza en que ETA disponía de los recursos y el apoyo popular necesarios para lograr todos o buena parte de sus fines. Con todo, no pocos de quienes se integraron en la organización terrorista hubiesen renunciado a hacerlo en ausencia del santuario francés, cuya existencia hasta bien entrados los ochenta redujo considerablemente los riesgos y costes percibidos. Por otra parte, el prestigio social conferido a los etarras en ámbitos de la población vasca supuso un estímulo muy importante. Éste y otros incentivos selectivos reforzaban las motivaciones basadas en objetivos políticos, utilidad de la violencia y expectativas de éxito.
Ahora bien, en las motivaciones individuales para el terrorismo no sólo hay intereses, sino también pasiones. Así, un buen número de los que se convirtieron en militantes de ETA sentían antes frustración, al no haberse cumplido las elevadas y crecientes expectativas políticas que tenían para el fin de la dictadura y el posfranquismo. Sin embargo, el odio ocupa un lugar central entre las motivaciones de los etarras. Un odio a España y a lo español que procedía, sobre todo, de haber experimentado una represión policial excesiva bajo el régimen autoritario y también durante la transición. Y asociada al odio aparece la venganza, que asimismo está entre las motivaciones que llevaron a no pocos adolescentes y jóvenes vascos a la militancia en ETA. Pero no es menos cierto que, con el paso del tiempo y la transformación de la seguridad interior española, ese odio dejó de estar relacionado con la conducta de los cuerpos policiales y pasó a ser producto del adoctrinamiento al que han estado sometidos numerosos quinceañeros vascos en el seno de la subcultura de la violencia que nutre de miembros a la organización terrorista.
Además, a muchos de los adolescentes y jóvenes nacionalistas que han sido militantes de ETA les acuciaba afirmarse como vascos. Para bastantes de ellos, ésa fue su principal motivación cuando optaron por ingresar en la organización terrorista, que había protagonizado el retorno del nacionalismo vasco bajo el franquismo y a la que tenían por portadora privilegiada de aquella identidad. Se hicieron violentos para considerarse vascos y ser considerados así por los demás. Bajo la dictadura y el posfranquismo, reaccionaban con agresividad ante la imposibilidad de expresar en público los atributos de esa identidad que definían como vasca. Después, ya con la nueva democracia española y el autogobierno vasco, la perentoriedad de afirmarse violentamente como vascos, siempre según determinados cánones nacionalistas, ha sido inducida entre quinceañeros predispuestos por razones de edad a la búsqueda de una identidad e insertos en la subcultura del nacionalismo radical. Y de esta violenta lógica de identificación no han escapado hijos de inmigrantes andaluces, extremeños, castellanos o gallegos.
En esa misma subcultura -en realidad, una contracultura- se continúan socializando políticamente hoy algunos que, pese a haber nacido con España en la Unión Europea y el nacionalismo institucionalizado en el Gobierno vasco, pese a desconocer los abusos policiales y haber sido educados en euskera, aún acaban interiorizando motivaciones racionales, emocionales e identitarias para integrarse en ETA. Generalmente en el marco de redes sociales basadas en ligámenes afectivos de amistad o parentesco, y tras haber pasado por el aprendizaje social de la violencia que implica la kale borroka. Paradójicamente, las vidas de estas últimas generaciones de terroristas han discurrido en paralelo a la decadencia de ETA. Si hace tres o cuatro décadas quienes se convirtieron en etarras constituían una significativa minoría que no estaba mal vista por demasiados entre los vascos y contaba con un santuario francés, hoy no son probablemente más que un centenar de pistoleros a los que su sociedad ha dado la espalda y las autoridades francesas también persiguen.
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