MADOFF
Qué sofoco. Otra vez sin aire acondicionado. La Oficina Federal de Prisiones ha recortado el presupuesto. "¿Por qué iba a estar toda esta basura al fresco mientras el país entero se asfixia por tipos como tú?", me increpa Will, el guardia más bocazas. Hasta hace nada, las mayores fortunas tenían que guardar lista de espera para que los recibiera. Y ni a los reyezuelos árabes les permitía que pisaran el piso 17 del Lipstick Building, mi despacho, mi templo de Manhattan. Desde allí movía los millones y las ambiciones de los dueños del mundo. Y ahora hasta este estúpido paleto de North Carolina se cree con derecho a insultarme.
La celda se estrecha con el calor. Me ahogo. Cómo echo de menos esas rachas de brisa de la Riviera francesa cuando al atardecer atracábamos el yate -mi dócil Bull, ¿quién guiará ahora tu timón subastado?- en puerto Gallice, y venía a recogernos la limusina del Hotel du Cap Eden Roc. Nunca perdonaba el último chapuzón en su piscina, excavada en un risco en forma de cascada, que parece que te vas a despeñar al Mediterráneo.
Todavía me dan vueltas las palabras del juez Chin: "Ha causado la ruina a ciudadanos de a pie que trabajaron duro para ahorrar dinero y pensaban que estaba seguro en sus manos". Se quería colgar una medalla. Si supiera la cantidad de togas que venían al Old Oaks Club a suplicarme que les manejara sus ahorritos. Un tal Arenson me acusó en televisión de haberle birlado el dinero que tenía para tratarse un cáncer. La verdadera estafa es que en el país de la libertad salvo que seas rico, contraer un mal grave suponga la ruina o una pena de muerte.
Se me reseca la boca. Entregaría mi mansión de Long Island por un gin fizz helado (sin guinda, por favor) en la terraza del Country Club de Palm Beach, junto al hoyo 18. Cómo le gustaba a Ruth pavonearse allí enseñando sus últimas joyas. "No he sabido con quién estaba casada todos estos años", dijo la muy perra en el juicio, soltando una lagrimita. Pero bien que quería quedarse con el ático del Upper East Side. Ni ella ni Mark ni Andrew, mis amados hijos, estaban en la sala cuando leyeron mi cadena perpetua.
Ahora sólo me queda Ernie, mi compañero de celda. Le condenaron por desfalco. Hace muchas preguntas. Tal vez tenga razón Carmine Persico, el jefe del clan Colombo que manda en el comedor, y sea un agente del FBI, con la misión de sonsacarme. Qué importa. Hace tanto calor.
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