La derrota les hizo grandes
Todos los campeones de la historia, también Armstrong, acaban encontrando un puerto en el que su cuerpo dice basta
Merckx, el único campeón del Tour que murió dos veces, puso en el mapa Orcières-Merlette y, años después, Pra-Loup. Indurain introdujo en la memoria de los aficionados Hautacam y Anquetil, un segunda alpino, el Ornon. Hinault, el único que se suicidó, Superbagnères. Como todos los grandes que han escrito la leyenda del Tour, Lance Armstrong ha encontrado sus límites en un puerto sin una particular historia detrás, Verbier, una estación de esquí en la rica Suiza que nunca había visitado el Tour.
Pero a diferencia de todos los demás, Armstrong fue el único que se retiró invicto, el único que ha regresado para buscar una derrota que le hará más grande. Los héroes deben ser humanos, deben cometer errores, y por eso se les quiere más.
Por eso Francia, que odia a los vencedores, silbaba al Anquetil imperial en los podios y abrazaba a Poulidor como el único grande. Por eso sólo empezó a amar al normando el día de julio del 66 en el que en el Ornon, un sólido guipuzcoano, Luis Otaño, le hizo caer. Salvo cuando murió físicamente, su popularidad nunca fue tan grande como cuando pocos días más tarde se retiró, enfermo, después de ayudar a su compañero de equipo, Lucien Aimar.
Tampoco nunca fue tan grande ni tan querido Luis Ocaña que el día en que cayó en el col de Menté, con el maillot amarillo de 1971, devolviéndole a Eddy Merckx la llama que le había logrado robar unos días antes en la subida a Orcières-Merlette. Merckx ganó ese Tour y dos más, el del 72 y el del 74, para completar sus cinco victorias. De la sexta le privó en 1975 Bernard Thévenet en la ascensión a Para-Loup, en los Alpes marítimos.
Bernard Hinault, el campeón de la rabia y el orgullo, se suicidó en Superbagnères, incapaz de decir no a un nuevo intento de victoria el día siguiente a un ataque en una meta volante a medias con Perico Delgado camino del Aubisque y con final en Pau. En aquella etapa noqueó a su compañero-rival Greg LeMond. Al día siguiente, sin que nadie le empujara se encontró con sus límites al salir de Luchon. Tampoco ganó su sexto Tour. Y tampoco Miguel Indurain, quien sin causa aparente, justo en el momento en que pensaba atacar en la subida a Les Arcs, sucumbió. Días después, ya en los Pirineos, el tremendo Bjarne Riis escenificó a lo grande el fin del navarro atacándole a plena velocidad, con el plato grande engranado, con una mirada desafiante en los ojos azules, en la subida de Hautacam.
Después de su derrota, ninguno de los grandes, salvo Merckx, regresó al Tour. Ni siquiera regresaron al ciclismo. Ninguno volvió a intentar ganar el sexto. Armstrong ganó el sexto y el séptimo y, mal amado, se despidió en séptimo, en 2005. El ciclismo pasaba por sus peores momentos de popularidad, los campeones habían perdido la credibilidad. Creed en el ciclismo, creed en la pasión, voceó a los escépticos aficionados. Creed en mí. Quizás hoy se empezará a creer de verdad en Armstrong, el campeón que encontró sus límites. A manos de Alberto Contador. En Verbier, un puerto sin historia.
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