Jugando a 'ninjas'
A fines del siglo XVII eran habituales las pinturas de vanitas y las de las etapas del hombre, a veces como instrumento de reflexión, otras con un peso decorativo. Eonnagata juega a ser instrumento de reflexión con grandes dosis de decorativismo. A base de trampantojos, maromos al estilo del teatro kabuki y un despliegue de luminotecnia de última generación, los tres artistas se mueven con instinto ritual poco convincente.
La obra se salva del fracaso por la presencia de una Sylvie Guillem afanada en lo suyo (regala en la hora y 20 minutos que dura la obra un arabesque, dos développés a la segunda, dos giros de quinta con el passé bajo, y ya) y un potente Rusell Maliphant, firme como una estatua etrusca. Lapage está sencillamente ridículo, parece una Mamá Simone (del ballet La fille mal gardée, siempre caracterizado como travesti: coincide la época) sacada de contexto. La estética manga gana la partida y la ensalada oriental-rococó se queda en un cúmulo de formas vacías, acaso bellas por momentos, pero con la vacuidad de la búsqueda de efectos.
EONNAGATA
Con Sylvie Guillem, Robert Lapage y Russell Maliphant; vestuario: Alexander McQueen; música: Georg Muffat, Antonio Soler, J. S. Bach y otros; luces: Michael Hulls. Festival Grec. Teatre Nacional de Catalunya. Barcelona, 15 de julio.
La disponibilidad del cuerpo de la bailarina hacia una nueva geometría teatral es el resultado de una búsqueda del material bailable desde ópticas aparentemente ajenas al canon académico que ha formado, fortalecido y definido ese cuerpo.
Icono devastador
La supuesta deconstrucción, tan presente en el ballet contemporáneo de los años setenta, revierte una generación y media después de Forsythe en estándares con ligeras variantes en el proceso y la estructuración. Esta naturalización del experimento sobre el código se hace vocabulario explícito en Weldon, McGregor y Maliphant, y alcanza de refilón a Welch y Levaggi, entre otros nombres de hoy. En el eje de esa demostración empírica está Guillem. Acaso fungiendo de icono devastador que quiere rozar lo incontestable, mantener una égida simbólica que ya ostentó otrora en el gran ballet que ahora juzga obsoleto e inútil. Malliphan se lo pone en bandeja.
Lo mejor de la velada es el vestuario de Alexander McQueen, un hombre serio (jamás se disfraza para saludar en sus desfiles) con una trayectoria que sólo encuentra parangón en Reino Unido en la memoria de Ossie Clark o en el aura de Vivienne Westwood.
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