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Columna
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Mr. Camps & Mr. Camps

Es cierto. Se desconoce el momento exacto (en el sentido de saber con qué objeto y a santo de qué) en que Mr. Camps decidió dar rienda suelta a Mr. Camps, creando una especie de dualidad en una sola persona verdadera, algo muy relacionado con la literatura fantástica y con el tema gótico del "horror a mi otro yo". No hay duda de que Mr. Camps se mostró incapaz de observar el viejo precepto cristiano según el cual conviene que tu percha derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda, cosa por lo demás imposible, y su caso recuerda de un modo lastimoso y desprovisto de gloria, de arrojo y de talento tanto al conocido relato de R. L. Stevenson como al fastuoso dictum de Macbeth ante el primero de sus fracasos públicos: "Todavía somos jóvenes en el crimen". Más allá de eso, parece sensato considerar que al primer Mr. Camps le pesaba como un fardo su aureola de honesta sensatez, brillante austeridad, capacidad de liderazgo risueño, habilidad para colocarse detrás del caballo ganador y una cierta astucia de monaguillo para detectar el instante atónito en que debía trabar con una zancadilla al oficiante de la misa de Navidad sin que nadie viera en ello más que un simple tropezón propiciado por las trabillas de altares burdamente diseñados.

Fue quizás por entonces cuando dejó de soportarse como persona de una pieza y de una integridad fuera de toda duda, y, a sabiendas o no de que abría una profunda grieta sin compostura posible en su tránsito hacia la beatitud de la gloria madrileña, decidió abducirse en la ordalía de crear al otro Mr. Camps, espejo deformado del Callejón del Gato, en el que cualquier trapacería era posible y hasta deseable y cualquier impostura tan obligada como la misa dominical de media mañana acompañado de la familia. No por ello abandonó sus piadosos hábitos, aunque ya sabía que mientras tanto, y a la misma hora en que inauguraba un museo, un colegio, una nueva sala de hospital, su otro Mr. Camps andaba libre de protocolo y lejos de la paciente espera de los escoltas haciendo de las suyas, mofándose de museos, colegios y hospitales, birlando la merienda de los niños a la salida de las escuelas y haciéndose regalar, fiando en las virtudes del olvido, una colección de sayones y gabardinas de entretiempo que no servían de mucho a Mr. Camps pero contribuían a diseñar el imaginario poderío ilimitado del otro yo de Mr. Camps. Más que de doblez ética, cabría mencionar la vacilante mediocridad de un carácter incapaz de burlar a su destino institucional, pero eso sería tema de una tesis doctoral de psicología aplicada, así que no interesa.

En vano intentó una y otra vez el Mr. Camps primigenio deshacer los más o menos banales entuertos del doble en que reencarnó lo peor de sí mismo, pero quizás se asustó, o temió, o simplemente se preocupó cuando a los disparates de costumbre empezaron a sumarse osadías de mayor enjundia. A fin de cuentas, el segundo Mr. Camps, que no era otro que el primero, cumplía sus deseos con celeridad y sin remordimiento, incluso muchas veces se anticipaba a ellos, y en su impunidad creyó percibir el primer Mr. Camps la ventaja de una complicidad de segunda mano que no venía a comprometerle en nada. El misterio (porque nada carece de esa línea de sombra de invisibilidad aparente) puede resumirse en las razones que llevaron a Mr. Camps a negar toda relación con Mr. Camps, lo que le llevaba irremisiblemente a deshacerse de ese mala sombra al que había cedido el paso, esto es, a desintegrarse a sí mismo en un intento baldío de sobrevivir a su caída en los infiernos del "conócete a ti mismo". Y tanto que se han conocido Mr. Camps y Mr. Camps. De una manera tardía y acaso irresponsable, definitiva y sin remedio. Pero vaya si se han conocido. Demasiado, diría yo.

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