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Columna
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Abedezario

Como es sabido, nuestro sistema de enseñanza se atiene a tres modelos, cuya denominación, dado que en euskera no existe la letra C, responde a las tres primeras letras del alfabeto. En el primero de ellos, el modelo A, se imparten en castellano todas las asignaturas. El segundo, el modelo B, es el modelo mixto, en el que algunas de las asignaturas se imparten en castellano y otras en euskera. Conviene aclarar que el grado de mixtura de este modelo es muy maleable y que, según en qué centros o en qué zonas, se diferencia del siguiente modelo, el D, en que en aquél las Matemáticas se imparten en castellano y en éste en euskera; en todo lo demás son como dos gotitas de agua, salvo -y ésta es una diferencia apreciable- en el alumnado. No se trata de que en un caso los alumnos provengan de la China y en el otro del Indostán; no, se trata, sencillamente, de que en un caso son alumnos del modelo B y en el otro del modelo D -la escuela no sólo acoge diferencias, también las crea-. Y, en fin, tenemos por último el modelo D, en el que se imparten en euskera todas las asignaturas.

De los tres modelos, el más denostado es el A, contra el que se utiliza como razón principal el argumento de que no cumple los objetivos. Dos son los objetivos fundamentales de la enseñanza -instruir y educar-, objetivos que no se han de aplicar de manera generalizada y abstracta, sino sobre alumnos concretos, y es muy posible que el modelo A satisfaga ambos. ¿Cuál es entonces el objetivo en el que falla? Está claro que su deficiencia se halla en el aprendizaje del euskera, un objetivo irrenunciable desde que nuestra comunidad se impuso como meta el bilingüismo real de toda la ciudadanía. Todos nuestros alumnos deben terminar la enseñanza obligatoria con un conocimiento adecuado de nuestras dos lenguas oficiales, objetivo que ha podido llevar a oscurecer otros igualmente fundamentales y a someter a nuestro sistema de enseñanza a una perspectiva de absolutización lingüística escasamente beneficiosa.

Desde una perspectiva lingüística, nuestro sistema de los tres modelos no sólo estaba pensado para que los alumnos alcanzaran un conocimiento adecuado de las dos lenguas oficiales. Permitía también que nuestros alumnos optaran por estudiar en euskera -un logro histórico-, sin impedir que pudieran seguir optando por estudiar en castellano. No hay ninguna razón para que esto deba cambiar, salvo la de los malos resultados del modelo A en la enseñanza del euskera. Ajústese el modelo a esa exigencia, y mejórese la enseñanza de la lengua, ya que, como nos recordaba Isabel Celaá, cuesta admitir que tanto esfuerzo -3 ó 4 horas semanales de aprendizaje durante una docena de años- dé tan pobres resultados.

¿No habrá que pensar igualmente que, como cada modelo crea su alumnado, también el modelo A crea el suyo, un alumnado eximido de aprender lo que sí deben aprender los demás o considerado incapacitado para hacerlo?

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