Uigures
El grupo de uigures que tuve oportunidad de tratar hace tres años en la provincia norteña de Heilongjiang me pareció gente de lo más natural.
Musulmanes, y de aspecto turcomano, los uigures vivían en un barrio cercano al río Songhua, donde habían levantado chiringuitos en los que, una vez al mes, me dejaba caer para degustar sabrosos pinchitos de cordero picantes con pan uigur o sopas de interminables fideos, con cordero también.
En estos chiringuitos nos reuníamos chinos han, uigures y algún extranjero residente como yo, en un clima de total camaradería, acrecentada a medida que se iban vaciando las botellas de cerveza. Sin embargo, los uigures vivían en la marginalidad, tratados con reserva y presentados a los extranjeros de manera folclórica.
Con el tiempo me interesé incluso por su idioma y por su música, cuyo más completo y prestigioso género es el muqam.
Por eso, porque he conocido la sutil vigilancia a la que te someten los chinos han y lo implacables que son cuando alteras la excusa milenaria de su armonía, y porque los uigures ante la opinión pública internacional se encuentran más desprotegidos que los tibetanos, escribo esta carta de condena para que cese tanta sinrazón.
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