Declinante hegemonía
No son pocas ni poco relevantes las razones que apuntan a una gradual erosión de la hegemonía del dólar de EE UU como moneda vehicular en las transacciones comerciales y financieras internacionales y como activo de reserva. El papel central, incuestionable, de la moneda americana recibió un primer golpe cuando, de forma unilateral, la Administración Nixon abandonó el compromiso de convertibilidad del dólar en oro, en 1971, y con ello se dinamitó el régimen cambiario nacido en Bretton Woods; se iniciaba a partir de entonces una etapa de libre flotación de los tipos de cambio de las principales monedas, y con ella, la amplificación del riesgo de cambio. En torno a las monedas de las economías más avanzadas, como si de satélites se tratara, han ido girando otras en sistemas de flotación limitada o incluso regímenes de tipo de cambio fijos.
Una de esas monedas con capacidad de atracción gravitatoria creciente ha sido el euro, que, además de representar a un bloque de importantes economías con una presencia comercial y financiera en aumento, ha dado muestras en sus 10 años de vida de mayor estabilidad que el dólar. Así lo han entendido las autoridades de algunos países, fundamentalmente exportadores, que tras acumular cantidades significativas de reservas en dólares, observan cómo la depreciación del tipo de cambio de éste, necesario reflejo del persistente y abultado déficit corriente americano, reduce la rentabilidad de mantenerlo como denominador de las reservas internacionales. La dependencia de EE UU, en particular de su Gobierno, del ahorro del resto del mundo está lejos de reducirse, a tenor del creciente déficit publico.
El más significativo cuestionamiento de esa larga hegemonía del dólar lo han manifestado las autoridades chinas, al sugerir el gobernador del Banco Central, en las vísperas de la última reunión del G-20, la mayor utilización como numerario en las transacciones internacionales de los Derechos Especiales de Giro (SDR, según sus iniciales en inglés), una cesta de las principales monedas cuyo nacimiento a principios de los sesenta trataba de reflejar precisamente esa irrupción de otras economías relevantes en la escena económica internacional. Sin menoscabo de la revisión de las ponderaciones con que las principales monedas integran esa cesta, la extensión de sus funciones como unidad de cuenta sería una lógica consecuencia de la mayor dispersión del poder económico y financiero que hoy caracteriza a la economía mundial. Que sea la ya segunda economía más grande del planeta el principal tenedor de reservas internacionales del mundo y primer financiador del déficit público estadounidense es todavía más revelador.
La revisión de las regulaciones y de la arquitectura financiera internacional que esta crisis está determinando son condiciones necesarias para no incurrir en una dinámica de involución, de desglobalización, de consecuencias todavía menos favorables que la propia crisis. El resultado de todo ello será un mundo menos dependiente de las hegemonías simples, no sólo en la distribución del poder en las instituciones multilaterales, sino también en el protagonismo relativo de las monedas en el ejercicio de sus funciones como activos de reserva y medios de cambio en la escena global.
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