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En las puertas del laberinto

Cafetines iluminados por ristras de bujías, playas, monasterios y un fascinante poso mitológico

El escritor cretense Nikos Kazantzakis estuvo muy en boga años atrás, cuando se llevaron al cine tres de sus mejores novelas, Alexis Zorba, Cristo de nuevo crucificado y La última tentación (en la pantalla, Zorba el griego, con música de otro cretense universal, Mikis Theodorakis, El que debe morir y La última tentación de Cristo). Los tipos duros (o más bien, endurecidos por la vida) que describía Kazantzakis siguen ahí, sentados al caer la tarde en algún kafeneion alumbrado por ristras de bujías, sorbiendo un gliki vrasto (café dulzón) o un tsikoudia (aguardiente) mientras retuercen sus soberbios mostachos. Como si el tiempo no fuera con ellos.

El tiempo, esa noción que trae de cabeza a filósofos y científicos, es en los cafetines de Creta un asunto concreto, pasional. El Tiempo (Cronos) fue quien engendró a Zeus, padre de todos los dioses, al cual escondieron en una gruta del macizo Dikti para que su progenitor no lo devorase. Los turistas escalan con motos o coches de alquiler (o en burro) la escarpada montaña en el centro de la isla, deprisa y corriendo, para llegar a tiempo a darse un chapuzón en la piscina de su resort-guarida en la costa y apurar la noche de fiesta. El tiempo es diferente para ellos.

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Y tiene bastante que ver con las prisas. Los turistas que llegan en los grandes cruceros apenas disponen de unas horas para echar un vistazo a las ruinas de Knossos. Los que se quedan más días tampoco salen mejor parados; porque Creta, como Sicilia, son algo más que simples ínsulas, son mundos en miniatura que en una semana no se pueden abarcar. Por pura cuestión crematística, algunos buques atracan en Agios Nikólaos, a poniente, y no en Iraklio, que es el puerto mayor y capital de Creta.

Un raro pintor

El puerto de Iraklio, con sus fortines, murallas y viejos arsenales, no deja lugar a dudas sobre quiénes lo blindaron: fueron los venecianos, que reforzaron la Khandak establecida por los árabes cuatro siglos antes. En la época de dominio veneciano, la ciudad se llamaba Candía; de ella emigró un pintor raro que acabaría instalándose en Toledo, Doménikos Theotokópoulos, El Greco. Su casa (la de los padres) está a pocos kilómetros de Iraklio, en el pueblo de Fédele, cuya atmósfera cargada de chicharras y olor a retama parece conectada, por misteriosos vasos comunicantes, con los cigarrales toledanos.

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Sin embargo, al margen de muros y leones esculpidos, son pocas las huellas venecianas; abundan mucho más las de los otomanos, que ocuparon la isla en 1645 y se quedaron dos siglos en ella; hasta que el héroe Venizelos prendió la revuelta que acabaría incorporando la isla a Grecia en 1913. Pero la historia de Creta ya había dado muchos tumbos. En realidad, fue en esta isla donde floreció la primera gran cultura griega, que es tanto como decir mediterránea: la civilización minoica, que se desarrolló entre los años 2600 y 1100 antes de Cristo. Minos, el mítico rey que le da nombre, era hijo del padre Zeus y la princesa Europa, a la cual había raptado convertido en toro níveo. Minos gobernó la región desde el palacio de Knossos, a un par de leguas de Iraklio. Pero su esposa, Parsifae, le fue infiel, precisamente con otro toro (obsesión o gen familiar); fruto de ese amor adulterino fue el Minotauro, monstruo de cuerpo humano y cabeza cornúpeta.

Minos lo encerró en un laberinto que encargó a Dédalo; siete doncellas y siete efebos tenían que ser sacrificados a la bestia, hasta que el héroe Teseo penetró en el laberinto, le dio muerte y halló la salida gracias al hilo que Ariadna le había tejido como una araña. Ese dédalo de habitáculos aterrazados de Knossos fue excavado por el británico Evans a principios del siglo XX; para que la gente se hiciera una idea de cómo pudo ser aquello, reconstruyó con hormigón pintado algunos muros, techos y columnas.

Una intervención muy criticada por los arqueólogos, pero lo cierto es que a los turistas parece cautivarles; intentan vanamente parase a contemplar los angostos corredores, las columnas color sangre de toro, los frescos de los muros con acrobacias taurinas (son copia, los originales están en el museo de Iraklio, por cierto, interesantísimo, aunque cerrado parcialmente por obras). Pero los guías no dan tregua, porque otros grupos vienen detrás empujando, literalmente. Hay repartidos por toda Creta una docena de yacimientos minoicos. Aparte de éste, el más vistoso tal vez sea el de Festós, hacia el sur, cerca de otro lugar notable, Gortis, donde puede verse un teatro romano bastante entero y una basílica paleocristiana.

Oscuras celosías

Iraklio está en la cara norte de esta isla oblonga y viene a ser su fiel. Hacia poniente, también pegadas al litoral, se encuentran las otras dos poblaciones más importantes, Réthymno y Haniá. Ambas han conservado un peculiar colorido orientalista de la época otomana, con cúpulas henchidas como barrigas, alminares afilados como lápices, bazares tortuosos y callejuelas emparradas, casi estranguladas por sachnissi (balcones voladizos) de oscuras celosías. Desde Haniá, que fue capital de la isla y tiene una marina muy animada, se puede uno internar hacia Omalos, para recorrer la impresionante garganta de Samalia. Desde Réthymno se puede acceder a las mejores playas del sur o llegar a la fortaleza veneciana de Frankocastelo. Es obligado el desvío al monasterio de Arcadi; como éste hay muchos repartidos por la isla.

Hacia oriente se concentra la mayor agitación turística. Hersónissou es un hervidero de resorts, y tiene más cuenta saber alemán que griego. Desde allí se puede subir a la planicie de Lassithi, cuajada de molinos, cuadros de cereal y algunos huertos; la mole imponente del Dikti con su cueva sagrada vigila las faenas agrícolas. Más encanto y la misma agitación que Hersónissou ofrece Agios Nikólaos, en una hermosa bahía que se cuela en las entrañas del pueblo hasta formar un lago interior, muy pintoresco. Cerca queda Elounda, desde cuyas playas se cierne la isla maldita de Spinalonga, donde malvivían apestados y leprosos. Y cerca también, pero hacia el interior, está el pueblo de Kritsá, colgado en la montaña, con un monasterio cubierto de frescos bizantinos.

Muchas cosas, como se ve; son tantos los rincones tentadores que hay que tomárselo con calma. Los griegos clásicos tenían dos vocablos (y dos divinidades) para designar al Tiempo: Cronos y Kairós; el primero es el origen de todo, la duración, el seno primigenio y estático; mientras que Kairós es el instante, lo que acontece, el flujo irrepetible. A los turistas apresurados, Kairós les brinda la espuma de los días; los isleños, en cambio, saborean a Cronos en los posos del café. Todo es cuestión de tiempo.

Más información y propuestas en la Guía de Grecia

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