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Columna
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Irán y nosotros

Cuando, después de tres semanas, las protestas populares languidecen en Teherán, sofocadas por la represión y el aislamiento, cabe ya una evaluación, siquiera preliminar, de las actitudes y las reacciones que la crisis iraní ha suscitado entre nosotros, tanto a nivel diplomático como mediático y político-social.

En el plano gubernamental, mientras Angela Merkel y Nicolas Sarkozy denunciaban con energía el pucherazo electoral y la brutalidad represiva contra los votantes burlados, mientras el presidente Obama se declaraba "horrorizado e indignado" ante las imágenes procedentes de las calles teheraníes, José Luis Rodríguez Zapatero ha esquivado todo pronunciamiento, y su ministro de Exteriores, Moratinos, no ha ido más allá de pedir modosamente benevolencia al régimen de los ayatolás. Al parecer, la Alianza de Civilizaciones que el presidente español impulsa con tanto ahínco tiene como símbolo y mascota a aquel popular trío de monos que se tapan, respectivamente, los ojos, los oídos y la boca...

Los iraníes residentes en Barcelona se manifestaron por la libertad de su país. Ningún partido les mostró su apoyo

Más marcado aún ha sido el sesgo de ciertos informadores y comentaristas, incluso desde antes del estallido de la crisis. Pienso en algún enviado especial de esos que, cuando cubren unas elecciones israelíes, agotan el término ultra -ultranacionalista, ultraortodoxo, ultraderechista...- para etiquetar al 80% de los partidos en liza. Pues bien, el pasado 12 de junio, uno de esos justicieros del micrófono calificaba al candidato Ahmadineyad de "conservador", talmente un homólogo de David Cameron o de Mariano Rajoy. Describirlo como lo que es -un dictador islamo-fascista- hubiese vulnerado sin duda la peculiar deontología profesional del reportero.

A los pocos días, y ya en plena revuelta, la teocracia iraní impuso un estricto black out informativo, acosó y acabó empujando fuera del país al grueso de la prensa internacional. Pero ninguno de los corresponsales que, seis meses atrás, denunciaban desde los confines de la franja de Gaza los impedimentos israelíes a su labor, ninguno de ellos plantó su cámara al otro lado de la frontera persa para formular una denuncia semejante. No; todos recogieron mansamente los bártulos y regresaron a casa. A casa, donde implacables analistas de las crisis medioorientales todavía se refieren al fraude electoral como una mera hipótesis ("Ahmadineyad, a lo peor, no habría sido reelegido democráticamente"). A casa, donde ningún sindicato de periodistas ha creído necesario publicar siquiera una nota contra el amordazamiento de la prensa iraní y la neutralización de la extranjera.

En Irán, durante el pasado mes de junio, ha habido decenas -o centenares- de muertos, cientos -o miles- de detenidos (la opacidad es una de las características de aquel régimen); se han endurecido aún más las condiciones asfixiantes en que los -y sobre todo las- iraníes viven desde hace décadas. Pero ninguna Cristina del Valle ha organizado ni un concierto ni una sencilla rueda de prensa para solidarizarse con las víctimas. Ninguna de nuestras incontables plataformas antibélicas, altermundialistas y solidarias con los oprimidos del mundo ha editado el más mínimo panfleto para explicar que Irán es una gran cárcel con 71 millones de huéspedes, entre presos y guardianes, regida por clérigos y teólogos de mentalidad medieval, un lugar donde se segrega y margina a las mujeres, se ahorca a los homosexuales, se encarcela y tortura a los opositores.

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El pasado 16 de junio, iraníes residentes en Barcelona se manifestaron en la plaza de Sant Jaume por la libertad de su país. Ningún partido político catalán acudió a mostrarles apoyo o simpatía. Ni siquiera Iniciativa per Catalunya Verds: al parecer, los imperativos éticos que mueven al consejero Joan Saura son de geometría variable. ¿O tal vez es que, reprimidos por un régimen islámico que alardea de antiimperialista y de antiisraelí y, además, está apadrinado por Hugo Chávez, los y las iraníes carecen de derechos humanos?

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