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Columna
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Encomio de la axila

Son éstas las reflexiones melancólicas y nostálgicas ante unos recortes del periódico EL PAÍS encontrados entre las páginas de un cuaderno a medias escrito y datados más de 15 años atrás. Corresponden a una sección bajo el epígrafe de Espía, supongo encaminada a desvelar circunstancias poco conocidas de obras de arte, para el caso, el famoso cuadro El origen del mundo, del pintor Gustave Courbet, pintado hacia 1865, acerca de la sobrehumana versión de un cuerpo femenino yacente, mostrando al pormenor la zona que enmarca un hermoso sexo y el amor y la ternura capaz de despertar. No es, sin embargo, el tema de estas consideraciones, sino otra ilustración añadida, a toda página, una fotografía de cartesiano patetismo. Dos personajes, un hombre cortejando la cuarentena, sentado en el borde de una cama, los zapatones juntos, las manos entrelazadas, vestido de arriba abajo, los pantalones planchados el día anterior y la chaqueta abrochada y con arrugas en la espalda, que se muestra de perfil.

En mi época juvenil, las mujeres sólo se afeitaban las axilas en verano o con traje de noche

Se trata de la habitación de un prostíbulo, de cierto lujo deshumanizado con el lecho doble, impersonal y la mesilla de noche que sólo contiene la lámpara de cabecera. Entre los pocos que conocí, me recuerda el que hubo en la calle Ventura de la Vega, frecuentado, según me contaron, por don Santiago Ramón y Cajal. Mi descosida juventud siempre encontró algún acogedor y modesto roto. En el que describo, un entelado floral completa el fondo. El individuo fija la mirada desvaída y avergonzada en el rostro de la mujer, que se halla en pie junto a él. Son el cliente y la prostituta. Ella de figura joven, guapa, pelo rubio teñido, buena estatura, vientre liso, suaves caderas, largas piernas y pies enfundados en zapatos de altos tacones, puntera charolada y tafilete blanco, que no desmerecerían en los pinreles de una elegante contemporánea. Tiene ambos brazos en alto, recogiéndose el cabello con las manos y resaltan, sobre el tenue sepia de la foto, tres sugerentes pinceladas negras: breves y cargadas de atractivo y femineidad: los sobacos y el antiguamente llamado "monte de Venus", tupido y misterioso. El rostro de la joven meretriz parece cándido, y la actitud física más recuerda el desnudo de una ondina, con los breves pechos "caídos hacia arriba" y el gesto tranquilizador, ante el pasmo del maromo.

Amortizados hace tiempo los deseos y los impulsos eróticos, he encontrado en ambas representaciones una pura belleza antropomórfica. En mi época juvenil, las mujeres sólo se afeitaban las axilas en verano, o cuando se mostraban en descotados trajes de noche, salvo las italianas, últimas en sacrificar ese vello que nace ahí quizás por la necesidad de enjugar el sudor, amortiguar el roce de una articulación interna, o sabe Dios por qué.

El adorno púbico ha tenido cantores y adalides. Las nostalgias de Napoleón escribiendo la carta diaria a la voluble Josefina, apoyado en la silla del caballo, alude con persistencia al petit chat noir con el que sueña cuando le dejan en paz sus mariscales. En la confusa memoria adolescente aparece este adorno como el tránsito a la madurez, el salto de la niña a la mujercita, el pasaporte del chaval a la hombría.

Eso, al parecer, era antes. Hoy se generalizan el mono y la mona desnudos, depilados, tersos, como maniquíes de escaparate. Comprendo que no es fácil disponer de unas axilas atrayentes, que la edad desmaya los pelos y las mujeres añosas parecerían llevar embrazada una escoba, pero echo de menos, teóricamente, aquel misterio: ¿negro, rubio, castaño, pelirrojo? Al parecer tan inhumana exfoliación alcanza a todo ser vivo y a los habitantes del planeta. Vemos, en la tele, mujeres de países motejados de tercer mundo protestando en defensa de sus legítimos y atropellados derechos. Debajo del sari, de la túnica, del corpiño ecuatorial siempre aparece la axila desnuda, como si las niñas nacieran ya desprovistas del vello.

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Y según el parecer que solicito a la peluquera que me rapa de vez en cuando, los hombres van por el mismo camino. Hasta Rafa Nadal, neutralizado el sudor en su atuendo, parece haber sucumbido al depilatorio, aunque sienta el pudor de los sobacos talados y haya adoptado la manga corta. Lo lamento por las generaciones venideras. ¡A mi, plim!

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