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Columna
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La atencion flotante

Ni se sabe la de siestecitas disimuladas que habrá disfrutado Freud en su vida a cuenta de la atención flotante ante el paciente tumbado en el sofá del sacrificio, un tanto a la manera de mi gata cuando solo presta atención al televisor ante una subida repentina de volumen, como el sonido de una ambulancia, disparos, y otras efemérides es las que quizás se anuncia una revelación inminente. La mayor parte de la programación televisiva es tediosa, cuando no sencillamente estúpida, y hasta los telediarios podrían inventar otro formato distinto del que tomaron de la gran prensa escrita: titulares, página de tal, página de cual, y miscelánea de cachivaches para concluir con los deportes y la siempre cauta información meteorológica. Resultan cansinos hasta el aburrimiento, porque en titulares se anuncia alguna cosa acompañada de imágenes durante unos segundos, que se repetirán durante un minuto en el despliegue informativo de su página correspondiente. Esa estrategia informativa ¿busca despertar el menguado interés del espectador o más bien supone un agrio aviso de lo que le espera si se le ocurre ver el telediario hasta su conclusión con su correspondiente fanfarria musical, auténtica traca final de un espacio prescindible? Dicho de otro modo, ¿de verdad le importa a alguien ver la cara de Pérez Rubalcaba cuando afirma que los de ETA también recurren para lograr sus propósitos a las argucias psicológicas o le basta para captar el mensaje con escucharlo o leerlo en Internet? Porque la tele no es nada sin imagen, pero aun así sigue siendo casi nada la mayor parte de las veces.

Pero no es de esto de lo que quería hablar, sino de la impresión de que la tele está más desprestigiada que la prensa escrita, que ya es decir, aunque copie su modelo en formatos llenos de colorines, en general no muy afortunados, y ahí está, enloquecida por obtener audiencias en torno al 20 % de espectadores que la observan como zombis ocasionales. Pero tampoco es eso. Su mismo carácter híbrido, que requiere de una cierta redefinición no solo tecnológica, su afición a ofrecer un poco de todo, como el ama de casa que -atenta al gusto de sus invitados- servirá un menú variado susceptible de satisfacer a un tiempo a todos y a ninguno, esa velocidad infatigable que lleva a pensar en los conocidos versos de Mallarmé: "Ni vista ni conocida/ el tiempo de un seno desnudo/ entre dos camisas", todo ello resulta, curiosamente, tan familiar como desconcertante, hasta el punto de que muy posiblemente son más numerosas las personas que hablan de la programación televisiva que las que se han tomado la molestia de dedicarle su tiempo.

Tampoco es eso, por supuesto. Quería llegar, pero llego mal, lo reconozco, a la ferocidad de su temible efecto fagotizador, a la sospecha de que por lo común no importa lo que se vea siempre que lo que se cree haber visto se ajuste a la planificación previa de las horquillas de audiencia que los programadores vaticinan, muchas veces llevados de una euforia anticipada que da por supuesta la ineluctable progresión de la idiotez entre los consumidores. ¿Se trata de eso? Todavía no. Es mucho peor, y tiene que ver con el inevitable efecto contaminador del asunto. El otro día estaba viendo Perdición, la enorme película de Billy Wilder. Y me aburrió, y zapeé, yendo y viniendo desde el sofá hacia ningún sitio de la prolífica pantalla, hasta que harto de tanta tontería cutre volví a la película y me pareció también una cutre tontería que nada tenía que ver conmigo. Se impuso la atención flotante, abrí el último librito de Muñoz Molina para dar una cabezadita que, ella sí, me sumió sobresaltado en la intimidad un tanto a deshora de mi vida.

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