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Editorial:Editorial
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Guerras de precios

Una de las consecuencias de la recesión, en cuanto que implica una intensa desaceleración de la demanda y, por lo tanto, del consumo, es la caída en picado de los precios, un efecto que sorprende en una economía como la española, tradicionalmente muy inflacionista, particularmente en los mercados de servicios. La profundidad del hundimiento de los precios, visible en el hecho de que el IPC en mayo de 2008 estaba creciendo a una tasa interanual del 4,3% y en mayo de 2009 desciende el 0,9%, o en el hecho rigurosamente histórico de que la inflación española esté por debajo de la media de la zona euro, es a su vez una medida indirecta, pero muy consistente, de la caída de la actividad económica en España. De paso, la reducción persistente de los precios inquieta por la intuida, más que calculada, amenaza deflacionista, un espantajo que atemoriza a los políticos y economistas estadounidenses por el miedo arraigado a la Gran Depresión.

El riesgo de deflación parece improbable. Más allá de la discusión nominalista -el Fondo Monetario Internacional define deflación como la caída de los precios durante dos trimestres consecutivos- ha de entenderse la deflación como una espiral de disminución de precios, empleo, salarios y rentas provocada por una expectativa de hundimiento de los precios de bienes y servicios a corto y medio plazo. En estos momentos, aproximadamente el 34% de los precios incluidos en el IPC evoluciona a la baja, pero hay razones para suponer que la situación no se mantendrá durante mucho tiempo. Por ejemplo, la política monetaria expansiva de los bancos centrales, que tanto irrita a Angela Merkel y al espíritu del Bundesbank; o el aumento de los precios de las materias primas, en especial del petróleo. El Gobierno y los agentes económicos pueden elegir entre agitar el temor a la deflación, a sus perversidades reales (que son muchas) e imaginarias (unas cuantas también) o aprovechar la oportunidad para trasladar el descenso del IPC a los costes de producción y ganar competitividad para las exportaciones. Al fin y al cabo, de eso trata el cacareado cambio de patrón económico que propone el presidente del Gobierno. La primera opción exige poco esfuerzo y es muy espectacular; la segunda requiere espíritu competitivo, controles públicos para evitar el abuso de los precios y rinde beneficios a medio plazo.

Pero el hundimiento del IPC no debe analizarse tan sólo como una tendencia inerte e inevitable de la recesión. La caída de la demanda de consumo ha llevado a las grandes cadenas comerciales a desatar guerras de precios, rebajas eternas, semanas con grandes ofertas y otros métodos de captación de clientes que han multiplicado la presión a la baja sobre el IPC. La lógica comercial inmediata reclama mantener el número de clientes y de transacciones, incluso a costa de los márgenes, porque una rebaja de esos márgenes puede trasladarse, con frecuencia coactivamente, a los suministradores e intermediarios. Obsérvese, y póngase en relación si cabe, este fenómeno con el segundo más llamativo que se desprende del IPC del mayo: los precios de los alimentos elaborados permanecieron prácticamente estabilizados en tasa anual y los de los alimentos no elaborados se desplomaron el 0,6% en tasa interanual. -

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