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Reportaje:ARTE | Exposiciones

Confines ilimitados

La identidad del arte actual es revisada en cuatro muestras bajo el título Confines, Valencia 09. Las obras expuestas son válidas, pero las premisas teóricas flaquean

Un conjunto de cuatro exposiciones presentadas bajo el título de Confines, Valencia 09. Pasajes de las artes contemporáneas puede dar para mucho. Y así es, en efecto. Pese a todo, el principal problema es que "confines" resulta ser una palabra que no significa nada. Tal vez por eso en el catálogo encontramos tantos y tantos textos (más de quince) que se esfuerzan en explicarnos el asunto: 'Pensar el confín', 'Historias del confín', 'Geografías del confín' y 'Visiones del confín'. Es claro que son muchos los autores aparentemente versados sobre el problema del "confín". Y no es extraño, puesto que confín (o límite, o frontera) no significa nada en absoluto que no signifique lo contrario de lo ilimitado. Ahora bien, expertos en lo ilimitado los hay, por lo visto, a mansalva.

De todos modos parece un poco chocante que Vincenzo Trione, alguien apreciable e inteligente, y que se encuentra tras este proyecto, sea capaz de hablar, en sus páginas de presentación del asunto, de "las fronteras de lo visible", las "gramáticas de la creación", "el suicidio de Cézanne", "la escritura del horizonte", "las puertas de lo invisible", "los laberintos de la percepción", las "heridas del mundo" y "los límites del cielo", entre otras cosas igualmente importantes, por no hablar de aquellas que he echado en falta, y de las que no me acuerdo ahora mismo. Dice Trione también que los confines (necesarios, claro está) son "invenciones y, a la vez, realidades". Yo creo recordar que esto ya lo sostuvo Hegel, pero no importa, porque hasta el viejo Heráclito de Éfeso, remitiendo al logos, y no a sí mismo, fue algo menos barroco y más certero.

No obstante, los textos no nos deberían desorientar más de la cuenta. El arte no depende (sólo) de los textos, sino (sobre todo) de sí mismo. De hecho, las obras que componen esta cuádruple exposición se encuentran, en general, bastante por encima de sus particulares peroratas presuntamente justificatorias. Hay una sección, a manera de prólogo, titulada Historias del confín. Obviamente, no hay manera de hacer historias del confín, de modo que la cosa se resuelve con obras que son valiosas, pero que podrían ser sustituidas por cualesquiera otras. ¿De qué hablamos? Pues de Rothko, Newman, Stella, Buren, Soulages, Tàpies, Fontana, Scully, los valencianos Sanleón y Navarro (buenas contribuciones, por cierto), y de dos piezas anodinas de Carl Andre. Hay también piezas del gran Matta-Clark, unas fotos muy bien montadas e iluminadas (esto Trione lo hace realmente bien), que se agradecen.

Hay otra sección, de cuyo nombre no estoy seguro (Geografías del confín, me parece, o bien Poderes de la ten[sión] -mayúscula mía, el resto no-, a propósito de la cual Aaron Betsky escribe un texto titulado El arte de las fronteras. En él, aparte de hablar de la "disolución" del arte, cosa que, según se deduce, aprendió tras ciertas experiencias infantiles (con microscopios en "la clase de ciencias", que le hizo consciente de lo "inestable" del "universo"), y tras estudiar debidamente a Foucault y Derrida, nos habla de píxeles, mandalas y bloques de edificios.

Entretanto, nos reconforta asegurándonos que cierta obra de Anthony Gormly no nos debe preocupar, pues "no nos convertimos en monstruos", pese a todo. Esta obra, una especie de bicho humano construido a base de rodamientos forjados, podrá ser ingeniosa (aunque poco), pero la verdad es que da risa, y uno no se explica por qué Betsky se toma la molestia de advertirnos de que jamás nos vamos a convertir en esa cosa tan fea como absurda. "Salvo porque", sostiene, "pronto dejaremos de ser la medida de todo lo que vemos para convertirnos en trocitos que flotan en el universo". A mí no me importaría, pero no quisiera que semejante cosa le sucediera a mi hija. En este contexto, en cualquier caso, hay bastantes obras merecedoras de atención. Por ejemplo, una de Hyungkoo Lee (Anas animatus, 2006), consistente en esqueletos del Pato Donald, o las dos fotografías de Dionisio González, de arquitecturas brasileiras, reales e imaginarias. Y otros trabajos realmente interesantes, de los que no puedo ocuparme aquí, y que podrían haber sido mejor tratados por quien los seleccionó.

Pero lo más asombroso es que la sección dedicada a los vídeos sea tan buena. Esto -creo- no es normal. Porque los vídeos artísticos suelen ser enormemente aburridos (ésta es la verdad, que casi todo el mundo conoce, aunque no lo diga por ahí). Robert Storr, sin embargo, con la colaboración de Francesca Pietropaolo, ha conseguido por fin que valga la pena pasarse un buen rato en un museo mirando vídeos. Storr (cuyo texto en el catálogo es, sin duda, de los mejores) demuestra su inteligencia dando cuenta del problema, "ético y estético": "Les incumbe a los comisarios considerar con cuidado cuánto tiempo de su ajetreado día y breve vida dedicará una persona"... a mirar esos vídeos. Incluso se ha preocupado de contar el tiempo necesario para verlos: "Cinco horas, dieciséis minutos y cuarenta y nueve segundos". Pues bien: uno podría pasarse algo más de tiempo contemplando esos vídeos. Son pocos (gran idea), pero buenos. Aunque un tanto melancólicos en general. Hablan de "confines del tiempo" o de "arrugas en el tiempo". Es casi inevitable, porque cuando hablamos de confines o de límites, lo que más cuenta es el tiempo. ¿O no? Las imágenes de Patricia Esquivias, ante fachadas de edificios que registraba durante horas o minutos; las alucinaciones de Jishri Abichandani, en la India; los rostros silenciosos de Harry Shearer (que incluyen a Obama, como a los demás políticos, en televisión, pero en espera); las figuras agitadas o detenidas de la Roma del grupo Zimmerfrei, la sonrisa conmovedora de Olga Chernysheva en las calles de Rusia, o los documentos de Jonas Mekas (365 Day Proyect, 2007)...

Y finalmente, el espacio de Robert Wilson. No puedo describirlo. Hay casi de todo. Se entra por un pasillo oscuro en donde alguien (algún loco) dice algo sin importancia. Y luego se ingresa en un espacio diáfano, lleno de cosas. Por el suelo: fotocopias eróticas pisables, zapatos femeninos de época, relojes-despertadores... Por las paredes, carteles, grafitis, cebollas pintadas, mensajes absurdos, o políticos. Por encima: lámparas en movimiento. Cada diez minutos suena la alarma y se apaga la luz. Yo mismo le di una patada a uno de los relojes-despertadores que había en el suelo. El vigilante de turno volvió a ponerlo en su sitio, dándome a entender que la cosa no tenía importancia. En una esquina hay una pieza de Misaki Kawai, que sólo puede ser examinada de cerca quitándose los zapatos. Lo siento, pero no la he examinado de cerca.

Lo interesante de todo esto es que es divertido. Y lo que cuesta entender es que tenga que justificarse a título de confines. El texto que presenta a Robert Wilson en el catálogo es de Lucrecio, y habla de La plaga de Atenas. Este texto es bueno. El de Laura Albert, que también acompaña a Wilson, es peor. Hablando de John Cage, va y dice: "Es difícil para un compositor hacer ver que su combinación de sonidos es más sexy que cualquier otra". De modo que volvamos atrás (a Lucrecio): los atenienses morían "ahogados al sentir la gran dulzura / que les causaba el agua que bebían". En esas circunstancias sí que eran importantes los confines.

Confines. Pasajes de las Artes Contemporáneas. IVAM. Guillem de Castro, 118. Valencia. Hasta el 30 de noviembre.

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