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Columna
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'Book me'

La lengua inglesa es tan económica que a veces llega a parecer tacaña. Uno de los casos más llamativos de este ahorro verbal se da en la palabra book, que mucha gente piensa que significa "libro". Lo significa, sí, en una de sus acepciones, pero hay otras. To book es reservar, hacer una reserva de avión, de hotel, de entradas para el teatro o el cine, efectuadas por libre o en una booking-office, y, en este mismo orden económico, to book es apostar, siendo el bookmaking una afición muy extendida en las islas Británicas. En las calles mayores de todas sus ciudades hay oficinas de bookmakers, corredores de apuestas, y tal vez la práctica más sorprendente para los españoles sea la de apostar por los ganadores de un premio literario, y en particular por el más prestigioso y dotado de Gran Bretaña, el Booker Man, que ya en su nomenclatura casual (Booker es el nombre de la firma patrocinadora) predispone tanto al libro como a la polisemia.

El libro de papel tiene aura, tiene presencia, tiene olor y sitio para escribir al lado

Pensaba en estas cosas en mi primera visita a la Feria del Libro de Madrid, una vez más instalada con su abigarrado mercadillo en el paseo de Coches del parque del Retiro. ¿Se ha dicho todo sobre este acontecimiento anual? Probablemente se ha dicho y se ha escrito ya todo, pues los escritores, aquellos que descansan más de la cuenta en la firma de sus propios libros, cavilan en los intermedios y luego, al llegar a casa con la mano no excesivamente fatigada, le dan a la tecla y confeccionan una columna periodística. Como ésta, por ejemplo. Se ha dicho ya, por tanto, infinidad de veces que las ferias y los días del libro celebrados por toda España en la primavera son unas jornadas de venta directa del producto que los editores y los libreros legítimamente organizan y a las que se suman, con variables grados de entusiasmo, los firmantes virtuales, incluido el arriba firmante. Se ha contado el malhumor con los bolígrafos que cierto conocido dramaturgo y articulista muestra a veces en las casetas, de su habilidad para insultar a las señoras que aguardan su firma sin que las damas pierdan la sonrisa y la paciencia. Se ha contado, quizá él mismo lo ha hecho, la vez en que a Fernando Savater una chica le pidió en el Retiro no una dedicatoria, sino un gesto, levantarse de la silla oculta del público por la montaña de libros, para verle de cuerpo entero, sin expresa intención de compra. Y se han contado las estratagemas de algunos novelistas, que ponían antes sus teléfonos debajo de la rúbrica y ponen hoy su dirección de correo electrónico, tal vez para estrechar vínculos meta-literarios fuera de los horarios comerciales.

Si bien en los últimos años la feria de Madrid ha colocado en la avenida central del paseo unas jaimas para albergar presentaciones, coloquios y mesas redondas, la naturaleza económica de las jornadas es evidente, aun cuando sus responsables tratan de mitigarla. Ya no se publican las listas de los más vendidos (con lo que tampoco se da la posibilidad de que un hipotético bookmaker madrileño las sometiera al juego de las apuestas), pero me llegan noticias de que vendedores avispados aceptan el otro tipo de booking en sus books, apartando previamente a la firma de la autora best seller o el novelista histórico un cierto número de ejemplares pre-pagados, asegurándose así el comprador la firma in absentia y eliminando el riesgo, no tan infrecuente como se cree, de que las casetas se queden sin existencias del libro de éxito.

Nos gusta en España, y hablo aquí no como escritor sino como representante individual del género humano, poner a prueba a los artistas de la palabra, exigiéndoles que la frase que sigue al nombre del comprador sea ingeniosa, o tierna, o conmovedora, sin tener en cuenta que el género de la dedicatoria es más arduo que el de la buena novela o el buen poemario. Los ingleses, tan dados ellos a reservarlo todo con gran anticipación y apostar por los bienes culturales, respecto al libro son modestos, al conformarse con la firma de los autores, sin frase, aligerando de ese modo las aglomeraciones que pudieran darse dentro de la librería o delante de la caseta.

Ahora que es frecuente el cruce de apuestas sobre el futuro de los libros impresos, yo me muestro tranquilo. El libro de papel tiene aura, tiene presencia, tiene olor, y tiene (y esto es crucial para algunos lectores que, como yo, divagan y elucubran en los márgenes de las obras amadas) sitio para escribir al lado. Me río yo, por eso, de los que hablan del incomparable feedback del libro electrónico. ¿Hay acaso mayor interactividad que la del diálogo entre un objeto real, en su carne y hueso de papel, y una mujer o un hombre, un niño o una niña, que lo hojea, lo sopesa, lo besa, le dobla un ángulo o lo anota, convirtiéndolo así en el documento de un tiempo propio y un espacio de lectura físicamente memorable?

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