La deserotización de Europa
En la ya lejana fecha de 1984 entramos en la Comunidad Económica Europea de entonces en un estado de auténtico celo. La excitación era total. Al fin abandonábamos nuestro aislamiento histórico y nos uníamos a ese pedazo del mundo al que siempre quisimos pertenecer. Europa, ese brillante objeto de deseo, nos abría las puertas y nos auguraba un futuro de estabilidad democrática y de participación en todo un conjunto de valores y de prácticas de colaboración política y económica en las que nos sentíamos plenamente reconocidos. Nuestra autoestima colectiva subió hasta alcanzar cotas nunca conocidas, y nos convertimos en socios fiables de una de las empresas políticas más nobles y originales de la historia de la humanidad.
La necesidad que hoy tenemos de la UE no es la misma que en su día dio origen a la CEE
Sin embargo, como ocurre en muchos matrimonios, el amor-pasión inicial fue dando paso poco a poco a una relación de mero cariño -que no es poco- en la que el sostén de la unión es más cuestión de inercia y de interés que de amour fou. A ello contribuyó sin duda el descontrolado aumento de la prole, pero también la conciencia de que no todos estábamos vinculados por el mismo ardor. Es difícil de imaginar, además, una verdadera unión entre solteros vocacionales o, por utilizar una metáfora de Sloterdijk, el participar de una familia extensa integrada por hijos únicos acostumbrados a no compartir, que es lo que a la postre son los Estados.
El factor que probablemente más contribuyó a este estado de cosas fue el vivir la experiencia europea a partir de un escaso contacto político y una fuerte mediación burocrática. Y es bien sabido que, perversiones aparte, no es fácil encontrarle el punto erótico a las burocracias. Más aún si, como ocurre con la europea, es percibida como lejana y omnipresente a la vez; fuente de dádivas y prebendas, pero también pendiente de regular hasta el último objeto de nuestra vida cotidiana. Burocracia sin el aliño emocional identitario y alejada del calor de la legitimación popular. Cuando los líderes políticos quisieron enmendar este error y abrieron la UE a los ciudadanos europeos se encontraron, como antes de la Primera Guerra Mundial le ocurriera al movimiento socialista, con que el vínculo fuerte de verdad era el vínculo nacional, del que cabe decir lo que Malraux pensaba del yo, "ese monstruo incomparable, preferible a todo".
A ello pudo contribuir la ausencia de un espacio público paneuropeo y una información política sobre Europa inexistente fuera del perspectivismo de cada país; un Parlamento Europeo desnaturalizado en su función de control, sin vertebración política con la Comisión o el Consejo europeos y, por tanto, sin el habitual juego gobierno-oposición. Irreconocible, por tanto, desde la lógica habitual de las políticas estatales. Política sin "politiqueo" y sin conexión con las bases que lo sustenta, encapsuladas todas ellas dentro de sus respectivos sistemas políticos. Y una clase política que se sabe sólo sujeta a una rendición de cuentas ante sus propios ciudadanos nacionales y cuyos incentivos residen, por tanto, en la promoción de lo propio, quedando el discurso europeo como mero ornato retórico.
Con todo, la labor fundamental estaba hecha. Europa estaba en paz y lejos de sus demonios históricos familiares. ¿Qué importancia podía tener el que no siguiera avanzando? Además, el gobierno a diferentes niveles se había convertido ya en una plácida rutina y el mercado único en fuente de prosperidad. Ocurre, sin embargo, que la necesidad que hoy tenemos de la UE no es la misma de la que en su momento diera origen a la CEE. Ya no hay paz interior que preservar ni enemigo exterior del que defenderse y delimitarse. Pero ahora los desafíos son, si cabe, más formidables. No hay Estado europeo que pueda resolver por sí mismo ninguno de los problemas que ha de afrontar, desde la crisis económica hasta el cambio climático. Y sin más Europa, no sólo no habrá posibilidad de emprender la gestión de los problemas nacionales con más eficacia, la necesitamos también como locomotora de la ya inevitable gobernanza global.
Con todos sus defectos, sólo la UE cuenta con la suficiente experiencia y con las instituciones requeridas para emprender una política más allá del Estado-nación. Y una vez aprobado el Tratado de Lisboa, tiene en su mano el convertirse en un verdadero actor global. Todo depende de la voluntad política que la informe, y ésta depende a su vez del impulso ciudadano y la convicción de las élites políticas. Ese liderazgo europeo que tanto echamos en falta acabará brotando cuando revirtamos las actuales inercias y volvamos a creer en una misión para Europa.
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