Culturalmente eróticos
Hace casi 20 años, un showman y cocinero irlandés, de nombre Keith Floyd, escribió un libro sobre cocina española. En uno de los pasajes decía lo siguiente: "Barcelona, ciudad de Gaudí, Dalí, macarras, putas, camellos, bailarines de tango ambulantes, restaurantes fabulosos, bares magníficos, en fin, el tinglado completo de una ciudad culturalmente erótica, es un lugar estupendo". Lo nuestro, por tanto, lo saben desde hace tiempo hasta los cocineros irlandeses: somos "culturalmente eróticos".
Por extensión y porque es obvio, podemos extender la definición a toda Cataluña. Éste es un país que rezuma erotismo. Siempre es bueno saberlo, aunque a ciertas edades ya no importe mucho.
La cita viene a cuento por el asunto de Tossa de Mar. Como tal vez sepa el lector, el Ayuntamiento de Tossa ha prohibido la práctica del sexo en la playa. No los arrumacos ni los besuqueos, sino la fornicación y esos intensos ejercicios periféricos que, por razones radicalmente distintas, practican los muy jóvenes y los absolutamente nada jóvenes. El otro día hubo junto a la playa una manifestación antiprohibicionista.
Tal vez nos convenga algo de frustración sexual y más mala leche para examinar nuestra arcadia feliz con lucidez crispada
Bien, vayamos por partes.
Diré, para empezar, que estoy a favor de la prohibición. Lo cual impone unas cuantas explicaciones.
Viene bien en estos casos invocar a un victoriano ilustre. John Stuart Mill, por ejemplo. Stuart Mill era heredero del empirismo, es decir, del pensamiento práctico, y se afilió al utilitarismo. Definición: la vida consiste en la persecución y aprovechamiento de lo útil. ¿Qué es lo útil? Lo que nos proporciona felicidad. Aquí hay que matizar, porque el concepto de la felicidad resulta resbaladizo. Jeremy Bentham interpretaba la felicidad como goce individual; Stuart Mill, en cambio, la veía como el resultado de aquellos gestos que beneficiaban al mayor número posible de personas, incluyendo al protagonista.
Si estamos con Stuart Mill (y, en mi opinión, deberíamos estar), la fornicación playera adquiere nuevas dimensiones. ¿Estamos en contra de que un turista inglés (110 kilos en canal, el Sun doblado en el bolsillo de atrás) se dé una alegría rebozándose de arena? No, absolutamente no. ¿Mejora nuestra vida la contemplación del mencionado inglés retozando en la playa? No, absolutamente no. Dado que el inglés, siendo lector del Sun, piensa que Stuart Mill es un centrocampista del West Ham o un caballo de carreras, tenemos que ser nosotros quienes hagamos caso al filósofo. El revolcón del turista no engrandece nuestras vidas, sino más bien al contrario. En especial si lo vemos de cerca, con su sudor, sus granos y su adiposidad trémula.
Sigamos con un argumento igualmente utilitarista. Quizá por nuestra condición de "culturalmente eróticos", lo cual implica (y esto es pura teoría) un cierto grado de satisfacción sexual, la sociedad catalana actúa como actúa: lo acepta todo sin rechistar. ¿Para qué protestar, si ya estamos contentos?
Otra cosa. Ante quienes defienden el derecho a fornicar en la playa, esgrimiendo la tradición y el sacrosanto ejercicio de las libertades individuales, me permito recordar que ése es exactamente el argumento que utilizan los especuladores de Wall Street y de aquí mismo para justificar sus fechorías financieras. Eso es utilitarismo primario, epicureísmo barato, material de farsantes.
No creo haber convencido a nadie. Probaré con un poco más de utilitarismo. Uno: tal vez nos convendría un poco de frustración sexual, lo que equivale a un poco más de mala leche; no la del arrebato, sino la crónica, la que permite examinar con una lucidez crispada esta arcadia feliz en la que presuntamente vivimos. Dos: no existe un placer comparable al de lo prohibido; la tradición de los revolcones nocturnos en la playa tiene su gracia precisamente porque había que practicarlos con discreción y maña, y con mucho ojo al paso de los guardias civiles.
Prohibamos, pues. Y disfrutemos de las ventajas de la prohibición: la defensa del sensato utilitarismo del bien común, el goce de lo ilegal, y la represión más severa sobre el turista inglés.
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