_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Europa, Europa

La Europa culta, grecolatina y mitológica, era una doncella de sangre real. El padre de los dioses, Zeus, se enamoró de aquella muchacha, la raptó tomando la forma de un toro blanco, la encandiló y, retomando forma humana la conoció en sentido bíblico y la dejó embarazada a la sombra de lucientes hojas de platanero en la isla de Creta. Los antiguos dejaron por escrito la leyenda del nombre de Europa, que hace tres mil años constituía la tercera parte del entorno geográfico que conocían. Una linda leyenda pictórica de Tiziano a Veronese, y una bonita leyenda literaria de Ovidio a Góngora que no debería estar ausente de las aulas de los adolescentes europeos en cualquiera de los 27 miembros de la Unión.

La Europa de los últimos veinte siglos fue la de los imperios, las hegemonías, las potencias dominantes, las fronteras y las leches con flechas, alfanjes, cañones, submarinos, gases letales y bombas de fósforo. También, desde la antigüedad clásica acá, fue esa la Europa de Carlomagno y Justiniano, la de leyes y normas codificadas, la de siglos ilustrados que creían en el progreso económico y humano del continente, la de humanistas cristianos y renacentistas que vislumbraron el derecho internacional de los pueblos, la de músicos inmortales y escritores sin moho que detestaban la intolerancia, la de revoluciones liberadoras que pregonaban la igualdad, la libertad y la fraternidad. Hace como una década, el catedrático Ignacio Sotelo explicaba en la ciudad de Valencia, y en magistral conferencia con escasos asistentes, que en esa Europa siempre hubo una determinada idea de unidad; una idea unitaria de raigambre religiosa y cristiana.

Y luego, ayer mismo, llegó la Europa del euro cimentada en los tratados de libre comercio del carbón y del acero, en el mercado común de los seis, en la Comunidad Económica Europea de la docena de países, en la Unión Europea de los veinte y pico. Los padres de esta Europa detestaban las fronteras y las confrontaciones fraticidas en el viejo, culto y pequeño subcontinente. Algunos de esos padres -Robert Schuman, Konrad Adenauer, Jean Monet, Alcide de Gasperi- procedían de una derecha política de profundas convicciones cristianas -católicas sobre todo, miren ustedes por dónde-, y sin ellos hoy estaríamos todos peor, económica, política y culturalmente hablando. Cuando la memoria evoca que el Luxemburgo, donde nació Schuman, el bilingüe franco-alemán, cambió de dueños y fronteras tres veces durante la vida del patricio europeísta, se apresura uno en acudir a las urnas europeas esta semana de la estación florida: todavía quedan muchos informes sobre el urbanismo valenciano por hacer en un parlamento sin las viejas fronteras.

Por último, aunque mejor olvidarse de la misma, tenemos por aquí la Europa de los cernícalos, aves con poca gracia moteadas de negro, rudas y pelín ignorantes. Aves a quienes no les importan ni Zeus convertido en toro, ni Schuman, ni la flauta de Mozart, ni las rosas del jardín de Adenauer, ni tan siquiera la crisis que deberemos superar juntos. Sólo les interesan nuestros votos, porque hay que ganar las europeas "para que haya elecciones anticipadas y Zapatero se vaya a la calle". Eso dijo Ricardo Costa, del PP. O hay que ganar porque los socialdemócratas de por aquí "tienen los santos huevos de manifestarse en Vinaròs" a favor de no se qué carretera. Como dijo Carlos Fabra, del partido de Fabra. Y un europeísta cualquiera, con aves de tal guisa, añora la derecha de los padres de la Europa de hoy que se va haciendo con mil dificultades; una derecha a la que poder votar.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_