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AL CIERRE
Columna
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Garland & Caudett

Nunca ha habido grupo literario más cohesionado y más coherente que los escritores de bolsilibros. Ni siquiera los del 27 o los del 98 (me refiero a las generaciones, no a los autobuses). Hay que ir a verlos, a Curtis Garland y a Frank Caudett, por ejemplo, a su tertulia del Café de los Artistas, en el Paralelo. Se sientan a la mesa que queda a la altura de la foto que se ha hecho el dueño del bar con el mentalista Anthony Blake. En el hombre aproximativo que hay en Frank Caudett se ve a un jubilado que lleva los resultados de la clínica en un sobre; pero en realidad éste es el aspecto que toma para pasar desapercibido un chavalín del Barri Gòtic de cuando la posguerra, que se niega a dar un paso atrás, o adelante, que es lo mismo. Frank Caudett tiene la risa socarrona del que ha aprendido a cachondearse de la mala suerte a la que ésta asoma las orejas. Frank Caudett ha escrito más de mil novelas de quiosco, llenas de espías y de vaqueros, y les ha puesto títulos como 002 contra el hippie y Sinfonía en Colt 45. Aunque para títulos, los de Ralph Barby, que a sus novelas de quiosco las ha llamado Un camión lleno de calamares, No matéis los Naranjitos, Compro momias siderales... En Frank Caudett brota una corriente de admiración inacabable hacia Curtis Garland, pues leyendo sus novelas de a duro se dio cuenta de que él también quería ser un escritor de literatura popular. La herida de la literatura, sí. Curtis Garland es 10 años mayor que Frank Caudett y ha escrito más de dos mil novelas. Ahora acaba de publicar sus memorias de novelista de quiosco, de reportero cinematográfico, de guionista de películas policiacas y de actor teatral, y las ha titulado como el emperador romano que ha visto hundirse el imperio: Yo, Curtis Garland (Editorial Morsa, 2009). Junto a las de González Ledesma, que dedica algunas páginas a sus tiempos de Silver Kane, las de Curtis Garland son unas memorias únicas sobre el oficio de la escritura inmediata, sobre entregar una novela cada semana, sobre renunciar al nombre propio para firmar los trabajos, sobre renunciar a los derechos a favor de la editorial y sobre un mundo donde lemas como "el placer de la lectura" eran una auténtica pijada.

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