Sastre incendia los Apeninos
El español ya es tercero tras un gran ataque y la victoria en Monte Petrano, donde Menchov se defendió a la perfección
No hay nieves perpetuas, no hay valles majestuosos, no hay paisajes de tarjeta postal, no hay cumbres inalcanzables de granito pálido dando sombra en la meta. Los Apeninos de Las Marcas, provincia de Pésaro-Urbino, el Adriático a sus pies, no son los Alpes, ni los Dolomitas, ni los Pirineos. No hay Tourmalets, Alpes d'Huez, Mortirolos o Joux Planes. No hay coles de 2.000 metros. Los Apeninos son pequeñas colinas que muy pocas veces -quizás el Gran Sasso, el Blockhaus- habían cedido ninguna cumbre a la leyenda del ciclismo. Son montañas que engañan, cara sonriente, amable, de no haber roto nunca un plato y nombres que parecen pensados por escritores de novelas históricas, de la Roma clásica: monte Nerone, repecho del Moria, monte Catria, monte Petrano...
"Soy un volcán. Parezco un monte tranquilo, pero cuando exploto lo hago de verdad"
Montes de 1.200, 1.100 metros, 1.400 todo lo más, que habrá que ir memorizando a toda velocidad para incluirlos en el Gotha del ciclismo después de que, aliados con un calor propio de julio, canícula de Tour en las colinas italianas, convirtieran la etapa en una de las más duras, asfixiantes y agotadoras que recuerdan muchos ciclistas, también los viejos; después de que Carlos Sastre, con un ataque propio de julio, de Tour, las convirtiera súbitamente en Joux Plane, donde asaltó el Tour de 2006, en Alpe d'Huez, donde ganó el de 2007...
"Ahora mismo no recuerdo ningún día más duro", dijo, después de dejarse de caer de la bicicleta y recobrar penosamente la respiración, David Arroyo, un tipo duro, un escalador castellano de Talavera, hecho al calor tórrido, que, pese a pinchar en la subida final, mantiene el noveno puesto en la general. "Qué calor, qué puertos...". Durante las más de siete horas de etapa, cuatro pasadas subiendo para superar los 4.800 metros de desnivel escondidos en los 237 kilómetros de longitud, Arroyo vio cosas que nunca pensó que vería y que le recordaban las viejas estampas sepia: ciclistas muertos de sed pidiendo de todo a los espectadores, gregarios, como Possoni, dándole con el bidón en la cabeza a su sediento jefe, Rogers, obligándole a seguir adelante, corredores pasándose botellas de agua de litro y medio, espectadores arrojando baldes de agua al pelotón... No vio, sin embargo, pues partió cuando él se había distanciado, el gran ataque de Sastre, que ganó la etapa y ya es tercero, la inteligente y fría defensa de Menchov, que mantiene con calma la maglia rosa.
"Soy un volcán. Parezco un monte tranquilo pero cuando exploto, exploto de verdad", dijo Sastre, que incendió los Apeninos como sólo antes un español había sido capaz de hacer antes, José Manuel Fuente, que hizo arrodillarse a Merckx en el Blockhaus en el Giro del 72. Pero Sastre, la antítesis del Tarangu precisamente, un escalador que se dejaba guiar por el capricho, lo hizo con el rigor de un contable y con el corazón encendido de un castellano estoico que sabe que un metro más allá del sufrimiento está la felicidad única, la que muy pocos logran alcanzar. La que él descubrió en Alpe d'Huez, la que volvió a saborear ayer. Al pie del puerto, cuando vio que Basso, otro atacante ayer, empezaba a movilizar a sus Liquigas, disfrutó al máximo del deseo de redención de Pauwels, su gregario belga. Le ordenó tensar al máximo la carrera mientras él, retrasado, invisible a todos los demás, empezaba a escanear las reacciones, los rostros que acusaban fatiga de Pellizotti y Leipheimer, el que denotaba ansiedad en Basso, la boca cerrada de Menchov, los ojos afilados de Di Luca. Como un sastre único, tomó la medida a cada uno. Después, esperó, retrasado, los movimientos de los demás. Apreció cómo Menchov respondía con facilidad a los ataques de Basso, cómo Di Luca también saltaba rápido, cómo los italianos habían comprendido que acabadas las polémicas había llegado la hora de que hablaran las piernas. Y hablaron las de Sastre. Se dejó subir por el voluntarioso Armstrong, que se esforzó como un poseso por Leipheimer. Alcanzó al grupo de Menchov y a siete kilómetros de la meta atacó una, dos, tres veces. Sólo Basso intentó seguirle. Lo hizo de lejos, hasta que se agotó. A la tercera se fue solo. Detrás, Menchov y Di Luca acordaron tregua. Hoy, descanso, y mañana, el Blockhaus, el segundo escalón de Sastre hacia la maglia rosa...
16ª etapa: 1. C. Sastre (Cervélo), 7h 11m 54s. 2. D. Menchov (Rus. / Rabobank), a 25s. 3. D. Di Luca (Ita. / LPR), a 26s. 4. I. Basso (Ita. / Liquigas), a 29s. 10. L. Armstrong (EE UU / Astana), a 2m 51s. General: 1. D. Menchov, 70h 6m 30s. 2. D. Di Luca, a 39s. 3. C. Sastre, a 2m 19s. 5. I. Basso, a 3m 19s. 12. L. Armstrong, a 11m 6s.
La redención de un gregario
El domingo, el día que dejó a los semiólogos intentando interpretar los hechos durante horas, Basso, obligado por Italia, atacó en el penúltimo puerto. Carlos Sastre, que no tenía ningún compañero en su grupo -su fiel Gustov se había caído-, pidió entonces por el pinganillo que se parara delante Serge Pauwels, el hombre que el Cervélo había mandado en fuga para que echara una mano en la persecución y por si acaso sufría un percance. Silencio al otro lado de la línea. "¿Dónde está Pauwels?", gritó Sastre al coronar el puerto y ver que no le esperaba el belga. "¿Dónde está?", volvió a repetir Sastre a 30 kilómetros de la llegada cuando se vio obligado, en la ascensión del último puerto, a tirar personalmente con la fuga. "Está delante pero va muy despacio, enseguida le coges", le respondieron. "Pues que se pare y se tome un helado", ordenó Sastre, quien seguramente sabrá de la historia de Bahamontes, que se paró a tomar un helado, por capricho, después de coronar primero un puerto en el Tour.
Resultó que a Pauwels no le gustaban los helados, pues siguió adelante en la fuga, pues pensaba que podía ganar la etapa, obligando a su director, Jens Zemke, a bloquearle prácticamente con el coche. Para entonces, Basso ya había sido neutralizado, por lo que pareció que el Cervélo renunciaba a una victoria por nada. La lección pública que recibió el desobediente, pese al sofoco que pasó el equipo, mereció la pena: Pauwels se redimió ayer con un trabajo excepcional para preparar a la perfección los ataques de su jefe en el Monte Petrano. "Sí, ya he aprendido la lección", dijo, sonriente, Pauwels, un joven belga, feliz por haber lanzado a su jefe.
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