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Columna
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Coles de Bruselas

No hace falta ser un gran observador para deducir que hay dos términos que caminan juntos desde hace décadas: uno es Europa, continente que nos ha tocado en suerte, y otro escepticismo, crónico malestar de los habitantes de dicho continente, o sea, de los europeos. Por mucho que la propaganda que viene de Bruselas nos invite a acudir a las urnas el próximo 7 de junio, uno se rasca la cabeza, pensando qué hace al mismo tiempo un ciudadano de Betanzos y uno de Cracovia en un colegio electoral o qué relación guarda un piamontés con un compostelano. Pero no es este pasmo geográfico lo que conduce a cierta abulia democrática sino la propia configuración de la Cámara: si De Gaulle decía en sus buenos tiempos que era imposible gobernar a un país con más de cuatrocientos tipos de quesos distintos, imagínense ustedes lo que es albergar bajo el mismo techo a más de 700 diputados de al menos siete facciones distintas que pintan desde verde a púrpura tradicionalista.

Bruselas sigue siendo una causa aburrida que ha creado un funcionariado adinerado y endogámico

Hay algo plúmbeo, casi tanto como los mítines de Mayor Oreja, en ese eje perdido en la niebla que forman Bruselas-Estrasburgo-Luxemburgo, un gigante que bosteza como en los cuentos de los hermanos Grimm cuando se debaten historias del entresuelo como el futuro del carbón y del acero, de la corteza terrestre como las del lino o del olivo, o de los mares como los tratados de pesca con Mauritania, Namibia, o Canadá y las toneladas de merluza y cefalópodos que toca echarse a las bodegas. La Cámara, que se parece a un buque frigorífico de Pescanova, vigila por lo demás que, a cambio de los tomates de El Ejido las vacas de Lousame tengan los días contados, o más bien que la carne de buey irlandés haya mandado a mejor vida a nuestros bueyes venerables (¿por cierto han visto algún buey últimamente?). Una multita de vez en cuando a los galácticos del software, un IVA desalmado que se sigue aplicando a la música, unos aquelarres que parecen de la época de Bismarck cuando toca ampliar el campo hacia el Este y Solana, viajando a razón de tres continentes por semana sin cambiarse de traje, agitan levemente el cotarro.

Pensarán muchos que Europa nos ha sacado del aislacionismo y no hay vuelta de hoja. Que el euro nos ha imantado contra aquellas galernas de los tiempos de la peseta, y aquí ya hay tela que cortar, que Galicia ha salido del subdesarrollo gracias a Europa y los fondos para el desarrollo y aquí tenemos que estar de acuerdo en gran parte, puesto que España (que se lo digan a Angela Merkel) ha obtenido una renta altísima de esos fondos. Pero aún así Bruselas, pese a Hergé, Jacques Brel y Simenon, sigue siendo una causa enormemente aburrida que ha creado una especie de funcionariado políglota, adinerado y casi siempre endogámico, como en una comedia de Billy Wilder. Una nueva casta que tiene el don de la invisibilidad: por ejemplo, ¿quién se acuerda de Almunia o de Borrell? ¿Quién dentro de unos meses volverá a hablar de Mayor Oreja (lo mejor que nos puede pasar) o de López Aguilar (con ese verbo o le expulsan o acaba con las siestas de los diputados)?

Hace mucho tiempo que a los listillos se les mandaba a Fuerteventura como Primo de Rivera a Unamuno. Desde hace tiempo los partidos les mandan a Bruselas, una temporadita con los auriculares puestos y los mejillones en el plato. Eso sí, buen sueldo, dietas monumentales y un relax que puede contribuir a la desobediencia civil o conducir al más que probable divorcio si el diputado de turno se deja guiar por ese mandato multicultural que se adueña de las bancadas y a lo que son tan propensas las malas compañías del Este y del Oeste.

Mientras Feijóo tiene la cara de reivindicar su nueva transparencia mostrando el despilfarro del bipartido en las instalaciones de San Caetano (de las que me imagino harán uso como cualquiera), nos vamos a gastar los cuartos en enviar a Bruselas a unos cuarenta personajes a los que deseamos mayormente que no se pierdan en la bruma. La niebla a veces es muy espesa pero el speaker del Parlamento de Londres ha tirado la maza por mucho menos de lo que se le imputa a Camps (y no me refiero precisamente a los trajes).

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