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Un divorcio moral

Desde hace algún tiempo es objeto de especulación y de debate, de cálculos demoscópicos y de utilizaciones políticas, la cuestión de si entre la ciudadanía de Cataluña las posturas independentistas ganan terreno o no. En el estricto ámbito de las urnas, y tomando como referencia la única sigla parlamentaria que propugna un Estado catalán, esto es, Esquerra Republicana, el último ciclo electoral (a partir de las municipales de 2007) ha visto inflexionar sus votos claramente a la baja. Sin embargo, otros indicios políticos y sociales apuntan más bien en sentido contrario: desde la proliferación de posicionamientos, grupos y plataformas independentistas incluso en los entornos de Convergència y de Unió Democràtica -último ejemplo, la asociación Sobirania i Justícia, presentada esta misma semana-, hasta el eco obtenido por Joan Carretero al levantar su nuevo banderín de enganche, pasando por la masiva concurrencia a determinadas manifestaciones "por el derecho a decidir".

Es evidente que la sociedad catalana lleva acumulado, en los últimos años, un gran número de decepciones colectivas

De cualquier modo, y sin terciar en ese debate, me parece evidente que la sociedad catalana lleva acumulados, en los últimos años, gran número de decepciones colectivas (la virulencia del rechazo a la OPA de Gas Natural sobre Endesa, la histeria contra el Estatuto de 2006, la exasperante lentitud en su posterior aplicación y la amenaza de un drástico recorte a manos del Tribunal Constitucional, las inverosímiles demoras de la nueva financiación autonómica, las estrecheces y los retrasos en materia de grandes infraestructuras...), decepciones que, combinadas con los efectos de la crisis económica global, han nutrido en grado creciente aquello que el presidente Montilla denominó "desafección emocional de Cataluña hacia España".

Uno de los predecesores de Montilla, Jordi Pujol, lo ha teorizado recientemente en cinco editoriales del boletín electrónico de su fundación, editados luego como un opúsculo en doble versión: Catalunya-Espanya, una crisi de projecte y, en castellano, Un modelo malogrado. El texto del ex presidente refleja la sensación acumulada por muchos catalanes de que España sólo necesita de ellos la contribución anual del 9% de su PIB, y poderlos utilizar periódicamente como espantajo, como munición del cainismo político-mediático madrileño. Pujol da por echado a perder el pacto español de 1978, roto por la recrudescencia del atávico sentimiento anticatalán, por la reaparición del viejo objetivo de una España uniforme y por una interpretación abusiva del concepto de solidaridad. Y concluye: "El proyecto, no sólo político o económico, sino de dimensión histórica, de valores compartidos, de normas de convivencia y de comunión de esfuerzo que ha habido en la relación entre Cataluña y el resto de España durante los últimos 40 años ha entrado en crisis".

¿Significa esto que también Pujol se ha pasado al independentismo? No. El veterano político se limita a constatar -ni siquiera a propugnar- un escenario de divorcio moral creciente entre las dos sociedades, una Cataluña (no toda, pero sí buena parte de ella) que se siente fuera del juego español, unida a él por una vinculación puramente mecánica, rutinaria, sin ninguna expectativa ilusionante ni lazo sentimental fuerte.

Si me disculpan la referencia, es un poco lo que se vio el otro día en el estadio de Mestalla. Dos aficiones que acuden a contemplar la final de la Copa del Rey de fútbol y que aspiran a ganar dicho trofeo -ya que estamos...-, pero que expresan ruidosamente su rechazo de unos símbolos percibidos como ajenos y excluyentes. En lo que tiene de síntoma, el episodio debería costarle el cargo a alguien muchísimo más alto que el jefe de deportes de TVE. Pero albergo serias dudas de que el Madrid oficial tenga interés en reflexionar seriamente, ni sobre la silba de Mestalla ni sobre el texto de Pujol.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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