Ciudad hostil
Seguro que algunos de ustedes recordarán aquella película de Joel Schumacher del año 93, titulada aquí en España como Un día de furia y protagonizada por M. Douglas. Al margen de que el personaje está bastante desequilibrado, deambula por la ciudad con una bolsa llena de armas (robadas a un comerciante nazi) y se dedica a tomarse la justicia por su mano (un ejemplo poco recomendable de educación para la ciudadanía), a mí, sin embargo, me resultó un interesante ensayo sobre la forma en que la sociedad en general, y la ciudad en particular, pueden amargar la vida a un ciudadano aparentemente normal, hasta el punto de verse abocado a la desesperación y al abismo personal.
En realidad, salvando las distancias, todo cuanto le ocurre al protagonista de la película nos podría pasar a nosotros mismos en una ciudad como esta, Valencia, tan proclive a los grandes eventos y tan alejada de las personas que la habitamos.
No hablo por hablar. El viernes de la semana pasada, por ejemplo, tuve que tomar el metro para acceder a la estación del Norte. Iba justo de tiempo y pensé que era el medio más rápido que estaba a mi alcance para conseguirlo. El tren para Barcelona salía a las 9.30 y consideré que las 9 era una hora más que razonable para iniciar el recorrido, teniendo en cuenta que me separaban tan solo tres paradas de la de Xàtiva (alrededor de cuatro minutos de viaje efectivo). Error. El marcador electrónico que anunciaba la llegada del metro en dirección Aeropuerto para las 9.07 comenzó, inopinadamente, a cambiar de manera totalmente aleatoria: 9.20, 9.14, 9.18... de tal forma que cuando, por fin, el vagón hizo su entrada en la estación, ¡a las 9.13! mi nivel de adrenalina en sangre estaba ya por las nubes. A pesar de ello, pensé que todavía tenía posibilidades si todo se producía con normalidad a partir de entonces. Pero no fue así. Para empezar, el tren estuvo un minuto parado con las puertas abiertas, sin que nadie supiera muy bien por qué. Cuando llegué a Xàtiva, había una multitud que deseaba entrar al vagón, como si dentro se repartiera algo gratis, impidiendo nuestra salida. En las escaleras mecánicas, la vía rápida de la parte izquierda estaba totalmente ocupada por usuarios estáticos hablando de sus cosas. Y en las máquinas de salida había una cola considerable esperando para volver a pasar el control.
Conclusión, a las 9.28, sudoroso y estresado, hacía mi entrada en el Euromed que me llevaba a Barcelona, acordándome, sin demasiado cariño, de los inmerecidos sueldos que les pagamos a los responsables de FGV.
Y esto solo es un ejemplo. Si tienen hijos o nietos de corta edad, les aconsejo que se acerquen un domingo cualquiera a Viveros e intenten que aquellos jueguen en los numerosos parques infantiles recién estrenados por el Ayuntamiento. No lo conseguirán, porque todos los niños, de entre 2 y 5 años, sin excepción, quieren jugar, naturalmente, sólo en uno de ellos (que es el que les gusta), quedando los demás vacíos, para perplejidad de padres y abuelos. Y yo pregunto ¿quién será la lumbrera que ha decidido instalar tantos parques para niños, que los niños no quieren, habiendo, como hay, ludotecas, para saberlo con suficiente antelación?
Podríamos fijarnos también en la desastrosa señalización de las calles en Valencia, o en los contenedores para el vidrio que siempre están en la otra esquina de la manzana, o en la clamorosa ausencia de árboles que nos den sombra. O en los taxis que nunca encuentras en las madrugadas del fin de semana. Y así, sucesivamente. Pero no se lo aconsejo. Correríamos el grave riesgo de acabar como el personaje de M. Douglas. O sea, más loco que una cabra.
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