Símbolos
En 2006, durante el último mundial de fútbol, se enfrentaron las selecciones de España y Francia. Un sector del público español silbó y abucheó La Marsellesa.
El año pasado se celebró en París un partido amistoso entre Francia y Túnez. Había muchos inmigrantes tunecinos entre el público y La Marsellesa recibió una sonora pitada. El presidente Sarkozy anunció que no volvería a tolerar tal afrenta y que en adelante se suspendería el encuentro en caso de pitos al himno. Lo que no aclaró Sarkozy, y aún no ha aclarado por el momento, es el número. ¿Hay que suspender en cuanto se oye a un tipo que silba? ¿Tienen que silbar 10? ¿Tiene que silbar todo el estadio con gallarda unanimidad?
También el año pasado, el ministro italiano de las Reformas, Umberto Bossi, presidente de la Liga Norte, proclamó que no le gustaba el himno de Italia. La declaración fue interpretada casi como un gesto de cortesía, ya que en ocasiones anteriores Bossi había dedicado al himno de Mameli vistosos cortes de mangas. El ministro del Interior, Roberto Maroni, también nordista, solía encabezar, cuando aún no era ministro, manifestaciones que acababan con saltos y gritos de "italiano el que no bote".
Vivimos una época curiosamente contradictoria. Lo que llaman la "modernidad líquida" ha arrasado vínculos y valores y lo ha devaluado todo, excepto el goce del momento presente. La trascendencia decae, sea en su expresión metafísica (la religión) o en sus expresiones más físicas, como el deseo de asegurar nuestra supervivencia genética a través de los hijos (cada vez menos) o la voluntad de mantener habitable el planeta (cosa de la que somos partidarios, siempre que ello no implique renunciar a ninguna de nuestras comodidades).
Y, sin embargo, lo pasamos de maravilla tocándonos los símbolos unos a otros. Vivimos como si nada importara, pero parece que nos importan los símbolos nacionales. Si no fuera el caso, nadie se molestaría en silbar un himno o en quemar una bandera. Resulta que eso sí importa. Aunque no sepamos por qué.
Escribo esto aún transido de dolor, como toda España, por la humillación eurovisiva. No hay derecho. Qué terrible puñalada al orgullo nacional.
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