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Columna
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Cabaret Serrat

Si existe un tío sobre la tierra capaz de hacer la competencia en enjundia y sabiduría a los proverbios chinos, es Joan Manuel Serrat. De eso y de otras muchas cosas. De seducir, de comunicar con hondura, de hacerse querer, también. Además de reinventarse sobre un escenario, como anda demostrando esta semana en el Circo Price, junto a ese músico discreto y gigantesco que es Ricard Miralles.

Cuando lo que ha parido uno a lo largo de más de 40 años de carrera perdura, da lo mismo que lo vistas de concierto con orquesta sinfónica, de sarao rockero multitudinario, de veta cantautora o de cabaret. Las canciones de Serrat cuadran dentro de cualquier invento. Pero con la pureza y la sencillez con la que las desnuda en el espectáculo que ofrece estos días, pocas veces las habíamos escuchado.

Este hombre ha decidido utilizar al público como diván con monólogos bien trabados, desternillantes

Un taburete, dos copas de cava, una silla y una mesa de tugurio. Un piano y una guitarra; nada más como decorado. Luego viene lo esencial. Primero, todas esas canciones tan limpiamente dichas. Después, y ahí está lo más novedoso, la labia, la gracia, la ironía. El cachondeo perpetuo y regocijante de este hombre que ha decidido utilizar al público como diván con monólogos bien trabados, desternillantes.

Así es como convierte Serrat su cotarro en puro cabaret. En un homenaje a Gila, aunque sin teléfono. En un espectáculo tan teatral como musical, donde reinan la palabra y la voz; la inteligencia y la sana complicidad. Suena Serrat auténtico, paradójico y paródico cuando confiesa el episodio en que su madre se agarró un disgusto al nacer él porque pensó que iba a alumbrar una nena. "Parece que le estoy viendo la cara cuando entramos la comadrona y yo", suelta. No tiene desperdicio su pitorreo con los proverbios chinos -"quien no sabe sonreír, que no abra una tienda"-, su explicación de por qué no va al psiquiatra, su clasificación de las canciones en grados de afecto...

Son pocos los artistas que traspasan la barrera del tiempo y el espacio. Todo pasa y poco queda, en este aspecto. No queda otra que llevarle la contraria a don Antonio Machado. Serrat es uno de esos casos. Pasan las movidas con su pijerío hueco, los pedorros eurovisivos, los príncipes por un día de las operaciones triunfo, los tachundas para la mercadotecnia. Se esfumaron los yeyés y los horteras de discoteca; un buen puñado de heavys -no todos- y los punkies. Pero Serrat, permanece. Ni ha ido, ni ha vuelto. Ni se ha retirado, ni ha reaparecido. Siempre le tuvimos ahí junto a unos pocos entre el selecto club de nuestros clásicos hispanos.

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En dos lenguas, en todas las dimensiones. Completamente transversal, con todo el choteo que le sugiere a él esta palabra. "Ahora todo es transversal", comentaba Serrat el viernes. El primer gran artista transversal en español y catalán a escala universal ha sido y es precisamente él.

Por varias razones. Primero, porque el público sabe reconocer los talentos insólitos. Serrat lo tiene, natural. Mucho amor por la vida y mucha sensualidad se desprende de los acordes y la letra de Mediterráneo. Mucha hondura y mucho corazón hay que tener para parir ese monumento que es el Romance de Curro el Palmo. Mucha empatía con el ser humano y la soledad para inventar Penélope, La tieta o Pueblo blanco. Demasiada pasión se debe haber sentido para componer Lucía, Esos locos bajitos y Paraules d'amor. No es fácil encontrar tampoco tanta sabiduría por ahí como para que a alguien se le ocurra Bienaventurados, Cada loco con su tema o No hago otra cosa que pensar en ti... Por poner sólo unos pocos ejemplos.

Y es que en Serrat convive esa voz propia descomunal con herencias populares de todo el espectro latino. Desde George Brassens y Jacques Brel a Juanito Valderrama y Miguel de Molina. Desde Chavela Vargas y Concha Piquer a Rancapino, Enrique Santos Discépolo o George Gershwin. Su legado se compone de una sensibilidad más terrenal que extraterrestre en la que ha asimilado lo mejor del tango, la copla, el bolero y la canción francesa o el cabaret berlinés con una manera ética y poética de ver el mundo.

Dentro de su estatura moral, entronca un sentimiento machadiano de la vida que no reniega de los placeres sencillos, ni de la alegría profunda que le ha dado nacer y renacer. Aunque en el primer caso su madre se llevara un berrinche por haber engendrado al nano, quienes hemos crecido sentimentalmente con su música y su palabra pegadas al alma y los oídos -desde los viejos tocadiscos al iPod- debemos reconocerle todo lo que nos ha ayudado a comprender la vida. Sencillamente.

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