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Columna
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Confesión

Yo he tenido una suerte enorme de que no me hayan acusado nunca de un asesinato. A mí, viene la policía a buscarme y me pone las esposas por un crimen cometido en Australia, adonde no he viajado nunca, y me lo creo, creo que he sido yo porque habiendo matado imaginariamente a granel, y no teniendo siempre claras las fronteras entre el pensamiento y la acción, ignoro a veces en qué lado de la raya me encuentro. Con frecuencia, caigo en ensueños criminales o artísticos (también económicos) cuya textura es idéntica a la de la realidad, de modo que si viene un hispanista norteamericano a darme coba por haber escrito La Regenta, me lo creo también, pese al desfase cronológico, y es que me ha faltado el canto de un duro para escribirla, lo mismo que para matar a alguien. Es más, quizá he cometido algún crimen que ha pasado inadvertido o he escrito una obra maestra de la que nadie me acusa. Entonces, si voy a una ventanilla de Hacienda y el funcionario me habla en francés, le respondo en francés (aunque no sepa), convencido de que tal es mi verdadera nacionalidad, mientras que la española fue un sueño. Y si estoy tirado en el sofá y veo acercarse a mi mujer con la correa del perro en la mano, soy capaz de ponerme dócilmente a cuatro patas, por si mi condición de hombre hubiera sido un delirio del que me tengo que apear (mi perro los tiene, pero sólo él y yo lo sabemos). Observo mi existencia con la perspectiva que dan los años y me parece un milagro que haya sido siempre, más o menos, la misma cosa, que no haya dejado, en fin, de ser quien soy, quizá para ocultar que en realidad soy un perro, un asesino, un eximio escritor (¿qué rayos querrá decir eximio?). De todas formas, no crean que me siento a salvo. Cada vez que suena el timbre de la puerta, me acojono, por si fuera la policía. O un hispanista norteamericano.

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