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Columna
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El peluquero de verdad

"Cuando empecé a ser homosexual sólo me acostaba con peluqueros, y no era manía, sino la realidad del momento. Así te darás cuenta de lo mayor que soy. Tardarían bastante en llegar los ingenieros gays, los concejales, deportistas y carniceros gays. La palabra gay ni se conocía. Los homosexuales entendían, y todos los que entendían en los bares a los que yo iba a ligar se dedicaban a las labores propias del pelo". Se acabó la cita, no quiero seguir porque lo que viene a continuación es aún mejor. Se trata del primer párrafo del relato El peluquero de verdad, del volumen de cuentos aparecido hace unos días Con tal de no morir (Anagrama), de Vicente Molina Foix.

No se lo pierdan, es muy bueno. Me ha divertido tanto que he leído todo lo despacio que he podido, aunque inevitablemente se acabe llegando a la última línea. He pasado de la seriedad a la sonrisa (mucha) en cuestión de segundos, como si la vida no nos la tuviéramos que tomar ni demasiado en serio ni demasiado en broma, ni a nosotros mismos, como si debiéramos mirarnos en el espejo y disfrutar de lo que somos con nuestras grandes imperfecciones y azarosos encuentros humanos, unas veces para reírse y otras para llorar. Hay algo muy cálido en estas páginas que nos abriga, es el aliento de alguien que no tiene miedo a contar la verdad sin pelos en la lengua, pero sin querer amargarnos, sino tratando de elevarnos por encima de nuestras pequeñas miserias, enseñándonos a no aburrirnos nunca.

La única realidad que al final nos queda es la de las novelas y los cuentos, la del cine

No sé si será por la suave ironía, por su inteligente sentido del humor o por la calidez de unos personajes muy humanos, o por todo junto, por lo que no podía soltar el libro. Da la impresión de que el Diego del primer relato, que da título al conjunto, es este hombre que tengo ahora mismo al lado en la cafetería y que rasga el sobre del azúcar con gran parsimonia mientras piensa en algo, ¿en qué estará pensando? Un bar cualquiera de Madrid, con gente como la que llena estas páginas, gente cotidiana que lleva ropa de Zara y conoce a sus parejas por Internet. Gente con la que nos rozamos, con la que nos encontramos y de la que a veces nos enamoramos.

Me agarro a estos cuentos como a un clavo ardiendo para volver a la realidad. Porque tanto que se habla de la realidad en ese tono de crudeza que pone los pelos de punta, tanto que nos restriegan la "dura realidad" por la cara cuando no quieren darnos algo, cuando nos niegan el préstamo, cuando descubrimos que nos engañaban, resulta que la única realidad que al final queda es la de las novelas y los cuentos, la del cine. El resto se evapora. Cuando pasa el tiempo sólo podemos volver a la realidad inventada, a la que ha sobrevivido encerrada en unas páginas o en unas imágenes, mientras que la auténtica realidad nos ha dicho adiós para siempre.

Por eso ahora más que nunca se puede insistir en la eterna pregunta de Watzlawick, ¿Es real la realidad? El caso es que la realidad sólo parece real cuando es dura, desagradable e inevitable, cuando te pasa por encima como un tanque, porque la realidad apacible, la despreocupada, la alegre, la enamoradiza, la feliz, siempre nos parece un sueño, y a algunos hasta una imbecilidad. Tal vez haya llegado el momento de cambiar la realidad, aunque continúe siendo escurridiza. Pensemos, si no, en lo que ocurrió en la cumbre del G-20 en Londres cuando los ejecutivos cambiaron la chaqueta por una camiseta para ir a sus trabajos y así pasar inadvertidos y que no les apedrearan. De pronto, dejaban de ser los dueños de la realidad, y los antisistema ya no eran los cabezas locas, los quiméricos, los fantasiosos. Habían cambiado las tornas, y la realidad ya no estaba de parte de los de traje (que se lo digan a Francisco Camps). Se les acababa de descubrir el truco de magia chapucera, que había creado una realidad tan falsa como dura. Por lo que ha llegado el momento de preguntarse muy seriamente: ¿de verdad es dura la realidad?

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Por lo menos estos días, días de libros, la vida se ha portado bien y nos ha traído como nuevo premio Cervantes a Juan Marsé, cuya novela Últimas tardes con Teresa, siempre será maravillosa, con o sin premio. Y nos ha traído como nuevo académico de la Real Academia Española a José María Merino, cuyo lúcido discurso de ingreso pone el dedo en la llaga al hablar de este mundo nuestro a través de La ficción de verdad.

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