Ernest Hemingway: tener o no tener la foto
Tenía el don de estar en el sitio exacto en el momento oportuno, siempre que hubiera cerca un fotógrafo, hasta el punto de que parece que la Primera Guerra Mundial se hizo sólo para que Hemingway fuera conductor de ambulancia en el frente de Italia, cayera herido por una granada de mortero y en el hospital de Milán se enamorara de la enfermera Agnes H. von Kurowski que le serviría luego de modelo para la protagonista de Adiós a las armas. París de los años veinte tampoco sería una fiesta si uno no imaginara al joven periodista Hemingway viviendo encima de una serrería o escribiendo en un cafetín de la Place Saint Michel o sentado en la terraza de la Closerie des Lilas en compañía de Scott Fitzgerald o en casa de Gertrude Stein con Ezra Pound, o en la librería Shakespeare & Company, en Odeón, 12, cruzándose con James Joyce en la puerta que también acudía a pedir libros prestados a Sylvia Beach o en el Harry's bar donde dejó colgados sobre la barra sus guantes de boxeo. Ya entonces presumía de gran macho de la tribu, pero cuenta Zelda Fitzgerald que un día su marido volvió a casa con Hemingway después de una borrachera y se desmayó. En sueños dijo: "Ya basta, mi pequeño". Y Zelda lo interpretó como prueba de que Scott y Hemingway mantenían una relación homosexual.
Tenía una consigna: a este mundo se ha venido a todo menos a parecer un cobarde y hacer el ridículo
Los sanfermines dejaron de ser una brutalidad racial desconocida cuando este escritor, enamorado de la violencia castiza, bajó por primera vez, en 1925, a Pamplona desde París con su mujer Hadley y unos amigos norteamericanos a correr los encierros y a exponerse como un icono en el café Iruña con un pañuelo rojo en el cuello antes de escribir esa novela mediocre titulada Fiesta, que lo llevaría a la fama. A partir de aquel año sucesivamente la figura de Hemingway iría asociada a las corridas de toros y a los veranos sangrientos en España y su literatura se llenaría de los tópicos que se tragaba en el callejón y en el patio de caballos servidos por pícaros y flamencos.
En otro momento oportuno de la Historia, en 1937, aparecerá Hemingway en el hotel Florida de la plaza del Callao durante el asedio de Madrid en la Guerra Civil, alternando el bar de Chicote con el frente del Jarama, lo justo para saciarse de violencia y escribir Por quién doblan las campanas, otra novela mediocre. Años después describirá el desembarco de Normandía desde el hotel Savoy de Londres con una botella de whisky a los pies, aunque su genio para la crónica te hará creer que va a bordo de una tanqueta acuática bajo una tupida lluvia de hierro alemán en la playa de Omaha. Una vez saciado de heroísmo literario, en compañía del fotógrafo Robert Capa llegó a París a remolque de los carros de Leclerq y durante el camino, al ser atacados por una escuadrilla de aviones enemigos, Hemingway saltó del convoy, se echó cuerpo a tierra en la cuneta con las manos en la cabeza y con el trasero muy subido. Capa le hizo una fotografía en esta postura poco airosa, que fue motivo suficiente para que le retirara la palabra hasta el final de sus días. Tenía una consigna: a este mundo se ha venido a todo menos a parecer un cobarde y hacer el ridículo. Llegado a París, ya liberado, depositó una caja de bombas de piña en la puerta del estudio de Picasso en la Rue des Grands Augustins y a continuación se fue a hotel Ritz a beberse el champán que habían dejado los nazis en la nevera.
Durante uno de sus regresos de Europa había hecho escala por primera vez en La Habana en 1928. En los años treinta, durante la Ley Seca, Hemingway bajaba regularmente a la isla a beber y a pescar. Se instalaba en el hotel Ambos Mundos cerca del puerto y cada mañana recorría la bulliciosa calle Obispo llena de negritos de tripa hinchada, aventureros y traficantes, entre andares espesos de mulatas, gritos de buhoneros y el olor meloso que exhumaban las guaraperías, hasta desembarcar su cuerpo en el Floridita donde tomaba un daiquiri doble sin azúcar, puesto que ya tenía demasiado azúcar en la sangre. Esa botillería con el tiempo se convirtió también en otro lugar de peregrinación donde hoy se rinde a Hemingway un culto desmesurado. En aquel tiempo el escritor alternaba cacerías en Kenia y Tanzania con sucesivos matrimonios, Pauline Pfeiffer, Martha Gellhorn. Mary Welsh, de los que le fueron naciendo hijos y trofeos de leones, impalas y guepardos muertos. En diciembre de 1940 compró la Finca Vigía en el poblado de San Francisco de Paula, cerca de La Habana. En 1954 se le concedió el Premio Nobel y vivió una historia romántica crepuscular con la joven condesa veneciana Adriana Ivancich. En 1960 se fotografió con el joven barbudo Fidel Castro, otra de sus grandes piezas de caza, para colocarse en lo que parecía en ese momento el lado bueno de la historia y un año después, viéndose muy enfermo, el 2 de julio de 1961, se pegó un escopetazo en el paladar y terminó en punta su sentido de la existencia. Si uno no puede vivir como quiere, mejor largarse por el escotillón.
Un día en La Habana, a un moreno jabao, llamado Mayedo, marinero que faenaba la cherna con palangre en la corriente del Golfo, le pregunté si Hemingway sabía de qué hablaba cuando escribió El viejo y el mar. Me dijo que sí, que ese libro era verdadero. Según su criterio, las cacerías de Hemingway en África tenían el aire de los safaris que proporcionan las agencias de viajes, pero, al parecer, los pescadores de Cojímar le enseñaron a no mentir y la leyenda que corría en ese pueblo acerca de un viejo que peleó inútilmente en medio de la soledad del mar en su pequeño bote con un gran pez le inspiró esta obra maestra de la literatura contemporánea.
Lo más profundo de este relato parte de una licencia literaria. Un pez aguja, tan pronto se siente trincado por las agallas, sale a la superficie a ver qué ha sucedido allí arriba y en seguida presenta pelea. Hemingway decide que el pez permanezca un día entero, incluyendo la noche, en el abismo sin manifestar su presencia a flor de agua para que el viejo pescador, unido a él con el sedal, pueda imaginarlo y hacerlo introspectivo mediante una lucha tenaz hasta incorporarlo a su espíritu.
Cuando escribió este relato Hemingway pasaba por un mal momento. La crítica había vilipendiado hasta la crueldad el romanticismo hueco de su última novela Al otro lado del río y entre los árboles. Sus personajes se habían movido en el vacío y carecían de pasado, opinaba Faulkner, pero este borracho del Sur, al leer el cuento de ese pescador, dijo que, de pronto, Hemingway había encontrado a Dios. "Ahí está el gran pez: Dios hizo el gran pez que tiene que ser capturado; Dios hizo al viejo que tiene que capturar al gran pez; Dios hizo a los tiburones que tienen que comerse al pez, y Dios los ama a todos ellos". Pero no se sabe si Hemingway los amaba de verdad puesto que en alguna ocasión pescó tiburones con un rifle automático sin distinguir peces de leones, repartiendo a ambos el mismo plomo a mansalva.
Aunque el malvado Borges dijo que Hemingway se suicidó el día en que, por fin, se dio cuenta de que era un mal escritor, la tensión con que cada palabra tira de la acción en cualquiera de sus crónicas, cuentos cortos e historias es suficiente para quedar redimido de su obscena pasión por ocupar el centro de la fotografía allí por donde su cuerpo pasaba. Buscó siempre que sus frases fueran sencillas y verdaderas, como fue también de verdad el escopetazo que se pegó en la boca para guardar el silencio auténtico, que lo haría inmortal.
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