Aritmética de Esquerra
Tras 10 meses de sorda tensión, el pulso en la cúspide de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) se ha resuelto de acuerdo con la lógica política más clásica: no existen entre nosotros precedentes de un líder electoral que no fuese, al mismo tiempo, líder orgánico de su partido; José Borrell lo intentó en 1998-99, y la falta de apoyo del aparato socialista precipitó su caída. Después de que los congresos regionales del pasado otoño decantasen todavía más la correlación de fuerzas dentro de Esquerra, y teniendo en cuenta que tanto la fracción de Josep Lluís Carod como la de Joan Puigcercós apuestan por la continuidad del tripartito más allá de la actual legislatura -es decir, que no hay entre ellas diferencias estratégicas de peso-, era natural y previsible, por puro instinto de supervivencia política, que llegasen a un compromiso.
¿Es razonable exigir a los electores independentistas el requisito de ser de izquierdas para votar coherentemente a ERC?
Los términos de ese pacto permanecen en una deliberada penumbra, pero se ha filtrado algún destello de luz acerca, por lo menos, de cómo los descifra o interpreta una de las partes. "Tú eres el hombre del partido y yo el hombre del Gobierno", le dijo Carod a Puigcercós el pasado día 16, en el acto del Auditori; "mi terreno de juego está en el Gobierno", ha reiterado el vicepresidente después. Y algunos hemos entendido que, para él, así debería seguir en el futuro. Según se ha encargado de recordar el propio Carod estos días, cuando Puigcercós abandonó el Ejecutivo catalán, a mediados de 2007, manifestó que no regresaría a él más que como presidente. Pero la presidencia de la Generalitat no parece un objetivo al alcance de ERC en 2010, y por otra parte, en su 25º congreso los republicanos acordaron -cito de nuevo a Carod- que "el líder orgánico no puede ser a la vez el líder gubernamental" de Esquerra. Sea cual sea su solidez, éstos son los cimientos sobre los que descansa la arquitectura de la nueva etapa en el histórico partido.
Sin embargo, apenas 48 horas después de la solemne reconciliación, cuando aún resonaban las juiciosas palabras de Carod Rovira -"no podemos permitirnos más batallas internas. Necesitamos mucha calma interna y más disciplina"-, apareció el detonante artículo de Joan Carretero, Patriotisme i dignitat. De ese texto, lo primero que llama la atención es cómo fue interpretado por casi todos los medios de comunicación y, desde luego, por la dirección de ERC: como la propuesta de crear un nuevo partido político. Cuando, leído y releído, lo único que propugna es presentar "una candidatura de amplio espectro que tenga como eje programático central la proclamación unilateral de la independencia de Cataluña", candidatura que -sostiene el ex consejero- debería ser liderada por Esquerra si "su estrategia actual" se lo permitiera.
A mi juicio, la expeditiva lectura escisionista de las palabras de Carretero trasluce, entre los líderes del oficialismo, una prisa aguda por desembarazarse de la disidencia, por empujar a la corriente crítica Reagrupament.cat extramuros del partido. Lo cual, como las amenazas de expulsión -véase también el caso Guardans en Convergència-, es más un síntoma de debilidad que de fortaleza. En cualquier caso, durante la última semana Puigcercós y Carod han sido unánimes a la hora de mostrar a Carretero la puerta de salida, de instarlo a marcharse y de considerar positivo, benéfico para Esquerra, ese eventual abandono. ¿Acaso en la calle de Calàbria se han vuelto estalinistas y creen, como sostenía el georgiano, que "el partido avanza depurándose"?
No. La teoría subyacente a estos gestos de desdén es que Carretero y los suyos son gentes de centro-derecha cuya militancia convierte a ERC en un "frente patriótico" sin ideología definida, lo cual desdibuja y daña el perfil del partido. Y mi pregunta es: ¿están Carod y Puigcercós bien seguros de ese efecto perjudicial? En términos retrospectivos, históricos, no pueden estarlo, porque saben que la clave del éxito, en los días de Macià y Companys, residía en la gran transversalidad ideológica y también sociológica. No sólo lo saben, sino que lo reivindican, a veces hasta caer en la imprudencia: como balance de la legislatura 2004-2008 en el Congreso de los Diputados, Esquerra promovió un libro crónica titulado El més calent... al front de Madrid (Editorial Meteora, 2008); pues bien, el capítulo dedicado a las dos representantes de las Joventuts d'Esquerra Republicana en aquel grupo parlamentario se titula 'Las herederas de Josep Dencàs'. Dencàs, el líder de los escamots, el fugitivo del Seis de Octubre, el hombre que, en julio de 1934, manifestaba al vicecónsul italiano en Barcelona "su entusiasta admiración por la ética del fascismo, cuyos principios sustanciales espera aplicar un día en Cataluña"... O sea que, ¿la herencia de Dencàs sería asumible y, en cambio, la presencia de Carretero indeseable, por distorsionadora?
No sólo desde la historia, también desde la sociología electoral, la tesis de Puigcercós y de Carod es harto dudosa y problemática. En un país donde el independentismo ha sido hasta hace pocos lustros ultraminoritario, donde sólo un partido parlamentario entre siete u ocho asume explícitamente esa bandera, ¿es razonable exigir a los esforzados electores independentistas, a todos ellos, el requisito suplementario de ser de izquierdas, para poder así votar coherentemente a ERC? Digámoslo con otras palabras: en un país donde un gran partido socialista o socialdemócrata y una significativa coalición poscomunista totalizan a veces más del 50% de los votos, ¿puede aspirar una Esquerra izquierdista a mucho más del 10% del sufragio? ¿O es que Cataluña va a ser el único país de Europa donde el electorado de izquierdas alcance el 75% del total?
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.