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Columna
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En el lugar del libro

Uno de mis más sonados fracasos, en una trayectoria que no carece de ellos, es el propósito siempre repetido de poner orden en mi biblioteca. Si eso les parece cosa de desidia, añadiré que es asunto menor al lado de mi incapacidad para conservar los libros que la disponen. No hace mucho tiempo, en uno de mis innumerables traslados de casa (que ésa es otra), abandoné un viejo caserón siguiendo un orden de mudanza que reservaba a las postrimerías el traslado de los libros, así que dediqué el último día a empaquetar y por la noche bajé las cajas al zaguán con la intención de recogerlas por la mañana. Y allí que fui acompañado de un amigo y de su furgoneta para encontrarme con que no había rastro de las cajas, ni de su contenido. Unos tres mil libros y unas quinientas cartas de cierto valor habían volado como por ensalmo. Ni una nota de agradecimiento a cambio. Lo primero que hice, después de despotricar durante un buen rato, fue inspeccionar las librerías de lance. Nada. Se ve que algún mangui más interesado en hacerse con unos duros que en adquirir una cierta cultura los había vendido a peso en cualquier trapería de extrarradio. Lamenté el episodio durante unos días hasta consolarme pensando que se trataba de un engorro menos, por más que en lo perdido de manera tan desdichada había volúmenes irremplazables y cartas de mucha enjundia de amigos como Juan Benet, Carlos Castilla del Pino o Carmen Martín Gaite, con las que pensaba hacer, más adelante, una edición o una donación o cualquier otra cosa de cierta utilidad, si no les parece exagerado.

No ha sido mi único desencuentro con mis bibliotecas. Años después, en otra mudanza de mucha urgencia, hube de desprenderme a toda prisa de un par de miles de volúmenes, quedándome con unos cien que me proponía releer hasta el resto de mis días, y con menos dolor de corazón que antes ya que por fin me deshice de las estanterías de aquella habitación cuyas paredes se dirían atacadas de ictericia decolorada como depósito vertical de la amarillenta colección de narrativa de Anagrama. Pero en esta ocasión, al efectuar el escrutinio previo, me asaltaron serias dudas acerca de mis pasiones pasadas. ¿Qué hacían las obras completas de Plejanov en mi casa? ¿De verdad tuve tanto interés en otro tiempo por Jacques Lacan como para comprar, y supongo que hojear al menos, los volúmenes de sus Seminarios de charlatán por cuenta ajena? Esa persona que conservaba en su fiel estantería todas las tediosas ocurrencias de Manuel Vázquez Montalbán sobre un tal Pepe Carvalho ¿era realmente mi persona? Todavía me sorprende que incluso Savater, cuyo mérito consiste en expresar pasablemente lo que otros han pensado mejor, figurase en cualquier otro anaquel de aquelarre semejante.

En un día tan señalado como el de hoy, debo decir, sin temor ni nostalgia, que mi relación con los libros ha cambiado en cierto modo en el sentido de la de Jaime Gil de Biedma con la vida: me acuerdo de ellos, pero ¿dónde están? Sospecho que, con el paso del tiempo, se convierten en un acogedor hábitat de arácnidos analfabetos en varios idiomas que acaso mantienen relaciones amistosas con esos pececillos de plata que vienen a ser lo más ameno de lo que salta a la vista al abrir un libro moderadamente antiguo. Conservo, eso sí, algunos volúmenes de obras maestras del arte clásico que jamás abro por no desengañarme, además de otros de arte contemporáneo que se parecen de una manera para mi indescifrable a lo que se ve en televisión. Son los que más contentan a mi gata Calcetines, cuando los mordisquea antes de tumbarse en el sofá y dar por acabado el día. Incluso un día como este.

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