Noche
Finnegan's Wake, de James Joyce, es una pieza de altísima literatura. Ahora bien, también es una de esas cosas que sólo se leen por estricta obligación. Por principio, desconfío de cualquiera que la haya leído voluntariamente. Yo lo intenté una vez, pero me perdono porque apenas entendí nada. Busquemos algo más sencillo: En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, una de las obras supremas de la literatura universal. ¿Cuánta gente estará leyéndola ahora mismo en este país? Poca, supongo. Y doy por seguro que los que escuchan música dodecafónica en su iPod serán todavía menos. Estas cosas hay que tenerlas en cuenta.
Un buen amigo me pasó la cuarta temporada de The wire (nada de descargas: producto legal) y, si no me exige que se la devuelva ya, la veré por segunda vez. Me manejo pasablemente en inglés, pero tengo que acudir a los subtítulos; conozco Baltimore, pero se me escapan muchas de las referencias; permanezco concentrado ante la pantalla, pero me pierdo algunos detalles de la trama, endiabladamente sutil. Me parece una de las mejores series de todos los tiempos, una auténtica obra maestra. No me apetece nada, sin embargo, verla por las noches: o me despisto, o me desvelo. Tampoco se me ocurriría acostarme con una novela de Proust. Ésas son cosas que requieren la máxima atención.
Cuando se trata de entretener la duermevela existen otras opciones. Doctor Mateo (Antena 3), que el domingo concluyó su primera temporada, es un invento muy adecuado para las horas de mansedumbre neuronal. No pasará a la historia de la televisión, pero cumple perfectamente su cometido. Las tramas son amables y sencillas, los personajes no caen en lo grotesco y el actor protagonista, Gonzalo de Castro, emana un magnetismo silencioso pero eficiente. Cuando se estrenó no me pareció gran cosa; pensé que funcionaría bien porque contaba con los elementos adecuados para una época de crisis: ya saben, la calidez humana, el pueblecito asturiano y todo eso. Rectifico: Doctor Mateo también habría merecido un éxito razonable en los viejos tiempos, cuando mi piso valía un trillón.
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