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Columna
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El día de Alcalá

Que el Premio Cervantes se entregue en Alcalá de Henares no sólo sirve para que sus ciudadanos más curiosos se acerquen a contemplar rostros de la cultura y de la fama en general, al entrar y salir de su pequeño y bello paraninfo, sino para que con ese pretexto tengan ocasión de asistir a actos culturales conmemorativos de provecho. Pero no es poca cosa que el festejo del 23 de abril lleve a los informativos de las televisiones, de aquí y de fuera, a la ciudad cervantina que aspira a ser capital cultural de Europa en 2016. Madrid lo fue, sin pena ni gloria, en el 92, pero es de esperar que Alcalá haya aprendido de la experiencia madrileña de qué modo una capitalidad cultural puede no dejar rastro, ni servir de nada, para aprovechar esta vez la ocasión, si se da, y es de esperar que dé, con el fin de que Alcalá tenga la oportunidad de renovar sus infraestructuras culturales y turísticas, por ejemplo. No cabe duda de que el nombre de Cervantes es un buen aval de su candidatura. Y, pasado mañana, en nombre de Cervantes, se reunirán unos cuantos en una ceremonia muy formal en su paraninfo, donde caben tan pocos, para coronar como cada año a una celebridad literaria, a la que después de los discursos de rigor -ministra, autor y Rey- agasaja la tuna en el patio. No cambian el Rey ni el escenario. Los autores premiados sí, necesariamente, y los ministros también.

Muchos creen que Juan Marsé es el mejor contador de historias que hay en España

Este año se estrena una ministra que viene del cine, pero de la letra del cine, a la que le tocará elogiar a un narrador de fuste que ha tenido casi siempre una complicada relación con el cine del que viene la ministra, o mejor dicho, del que la ministra no se ha ido. Ángeles González-Sinde está obligada a destacar el valor indiscutible de la obra de Juan Marsé, después de haber leído que a Marsé le parece que al cine español le falta lo que a él le sobra: talento. Pero a la ministra le toca parecer que no se ha enterado y cumplir con el panegírico. El poder académico y cultural, integrado en el jurado oficial del Cervantes, no ha hecho otra cosa que cumplir bien con su trabajo. Si buscaba un novelista de cuerpo entero, español este año, y que diera la talla del narrador integral, no hacía falta invocar a los dioses para que los iluminara: no hay nada parecido a Juan Marsé. Creen muchos que es el mejor contador de historias que hay en España. Y muchos otros están seguros al menos de que es uno de los mejores y que la otra es Ana María Matute.

Para contar bien las historias es necesario empaquetarlas adecuadamente, es decir, inventar un orden en el relato, y eso Marsé lo borda. También hace falta imaginación para dar vida a unas criaturas, y Marsé ha engendrado personajes literarios inolvidables. Además, es preciso tener una voz propia que haga que las historias sean nuevas, y el lenguaje en Marsé fluye natural, sin maquillajes ni efectos de laboratorio, sin corsé, como una consecuencia de lo vivido frente a lo rebuscado, un resultado de la cultura digerida y no de los academicismos de salón o de los experimentos genialoides. Todos estos ingredientes juntos, y alguno más, dan la medida de un escritor incapaz de escribir novelas aburridas, porque sostiene que el aburrimiento es incompatible con la novela. Pero que tiene del verdadero divertimento una idea muy seria y siente por la banalidad riguroso rechazo. Por lo demás, tierno, esquivo, huraño a ratos, siempre sereno, pero indomable en toda hora, hace tiempo que huyó de las tertulias, quizá porque se ausentaran de ellas para siempre sus más queridos interlocutores -Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral, por ejemplo- y algunas tardes se refugia en un pub de su barrio en Barcelona para hablar con todos y con nadie.

La vestimenta protocolaria con la que el novelista premiado se presentará el jueves próximo en Alcalá no va a cambiar su aspecto de hombre cercano, llano y enemigo de la pedantería. No va a parecer un disfrazado con chaqué y los alcalaínos podrán seguir reconociendo en él a ese creador que pertenece a la estirpe de los hombres y mujeres que han venido de otras partes de España a trabajar por los alrededores de Alcalá y que se mezclan con la población académica. En el imaginario personal de muchos de ellos participan las criaturas que Marsé ha creado con el mejor oficio en la lengua del más célebre hijo de Alcalá. En esa lengua, nada tibio en la crítica, comprometido en su visión del mundo, seguro que el discurso de Marsé dará llamativos titulares, relacionados con la literatura y con la vida.

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