Bailando una cueca en Valparaíso
Refugio de poetas, de pintores y de soñadores. Un enclave de una melancolía incurable. A poco más de una hora en coche de Santiago de Chile, frente al Pacífico, se extiende sobre 45 cerros la ciudad que hizo suya Pablo Neruda
Valparaíso en la noche, siento tus pasos de baile". Lo cantaba el Gitano Rodríguez; y en otro verso de esa misma canción nocturna añadía que no se puede vivir sin conocerlo. El Gitano fue uno de los muchos poetas que han cantado esa ciudad enrevesada, recodera, formada por cerros y quebradas profundas, de cara a la bahía de Quintil y al océano Pacífico. La Joya del Pacífico, la llaman los marinos, y esa canción se escucha en una gran película neorrealista, Valparaíso, mi amor, del doctor Aldo Francia: la miseria oculta de los cerros, el que la riqueza del puerto fuera ya cosa del pasado y no llegara para todos, las casas palafíticas e inverosímiles al borde de las quebradas donde crecen las mimosas invernales y el maqui de los picaflores. Lo filmó también Joris Yvens. Y los porteños se asoman con emoción a esas imágenes y enmudecen como quien se asoma a un espejo.
"Nous irons à Valparaíso", cantaba Germaine Montero, la amiga de García Lorca; y su mejor dibujante, Lukas, dijo desde el mirador Attkinson que era una ciudad en la que no se podía vivir sin una sonrisa en el corazón, la que ahora mismo brilla en los graffiti y murales de sus tapias y derribos. Una ciudad de buganvillas, palmeras, picaflores, tordos, cuturras y palomas (las que pinta el Lolo Coirón), de casas de adobe y calamina, y de villas en las que luce el anaranjado del pino oregón, que venía de lastre en barcos como en el que habría emigrado Joaquín Murieta.
Valparaíso conserva vivo el recuerdo de los veleros que, hasta la apertura del canal de Panamá, doblaban el cabo de Hornos rumbo a California e hicieron de Valpo (como la llamaban los gringos) uno de los puertos de mayor movimiento del mundo. Valparaíso fue decayendo poco a poco cuando el salitre dejó de salir rumbo a Europa, pero sigue lleno de color, de escaleras más laberínticas y empinadas unas que otras, que serpentean los cerros: Placeres, Bella Vista, Monjas, Alegre, Concepción, Barón, Artillería, Toro, Playa Ancha, donde la ciudad se acaba y acaban muchos porteños porque ahí está el cementerio, con el mar batiendo a sus pies, y ahí fue donde fusilaron y enterraron hace cien años a un Landrú cuya tumba es hoy un centro de peregrinación y atracción turística: la animita milagrosa de Émile Dubois. Animitas callejeras de Valparaíso: otro mito de devoción y superstición porteña, como el cementerio de Disidentes y sus tumbas historiadas.
La Sebastiana
Se dice que Neruda se inventó Valparaíso, no ya porque viviera de joven en él y se escondiera en uno de sus cerros cuando fue perseguido o porque adquiriera más tarde la casa torre, la casa proa de La Sebastiana, en Cerro Bellavista, sino porque escribió mucho sobre él, le dedicó muchos versos y, refiriéndose a sus millones de peldaños, dijo que quien subiera todas esas escaleras habría dado la vuelta al mundo.
Valparaíso es un nombre legendario y algo más que eso: una ciudad emocionante. Basta reparar en los detalles: los loros y los jugadores de golf del Liberty, el bar de trueno de la plaza de Echaurren, frecuentado por el cineasta Raúl Ruiz; las ferreterías que venden; los bares de trueno de los marinos, los volantines de colores que se alzan primero en un cerro, luego en otro, y se saludan y bailan, y los porteños que los miran gozosos; la manera en que conversan desconocidos con desconocidos, porteños o no porteños, afables, en las barquillas de los ascensores, como la palomilla del Artillería que me contaba cómo de niña, de moza, subía las escalas de gato del Esmeralda... los barcos.
Hoy, al margen de la industria turística sostenida en su nombre, del Valparaíso de Neruda no queda gran cosa. Quedan las Antigüedades El Abuelo, pero las puertas de los cafés que él frecuentó, o las del Roland Bar y el American Bar, están cerradas. Los locales del carrete juvenil son otros. Inútil buscar el cabaret de Los Siete Espejos, fotografiado por Sergio Larrain, pero sí el elegante Club Naval o el museo del mismo nombre, aunque pesen los recuerdos sombríos de 1973. De aquella época todavía gloriosa queda el simpático Cinzano de la plaza de Aníbal Pinto, donde Rodolfo prepara unos sauers gloriosos y el capitán Oliva perora sobre navegaciones y desastres del mar con una caña de Canepa en la mano, y por la noche se escuchan cuecas y tangos que emocionan a la parroquia entrada en años; y también el bar Inglés, donde la melancolía de las vidas y las ciudades que ya fueron tiene sabor a limón de pica, a palta y a cilantro. Para encontrar cachureo marítimo del que le gustaba a Neruda, y a falta de la misteriosa colección del escritor Salvador Reyes, hay que ir al Hamburgo, el hogar del navegante alemán, donde las maquetas de barcos, los gallardetes, las banderas, los mascarones, no dejan un espacio libre: "El trabajo es el enemigo de la clase bebedora", reza, con palabras de Oscar Wilde, un cartel que saluda a la clientela.
Empanadas
Una ciudad patrimonio mundial, mezcla de muchas sombras y descalabros y no pocas luces, pero que tiene un valor: la alegría de la gente más humilde, la que encuentras en el mostrador de los jugos del Bogarin o de las empanadas de Salvador Donoso, en las mesitas de las caletas Membrillo o Portales, bajo el vuelo de los pelícanos, a la sombra de San Pedro protector, en Los Porteños, en cuyas mesas se enciende el fuego del piure, en las barquillas de los ascensores bromeando acerca del aguacero y del temporal que rompe con furia en la Costanera, de la cesta de la compra y sus afanes, de los volantines, del último circo en derrota que acertó a pasar por alguna placilla de los cerros altos, allí por donde la calle de Pío Baroja es una calle de miseria; en el griterío del mercado amarillo y verde de El Cardonal o en la noche de trueno de sus alrededores, o en el bar de El Enano Cochino, hombre de cine y espectáculo, undergrounds ambos. Valparaíso, una ciudad de poetas, de pintores, de soñadores, de una melancolía incurable, que es habiendo sido. Contar Valparaíso es, en los temporales del invierno, la mejor conversación porteña.
» Miguel Sánchez-Ostiz es autor de La isla de Juan Fernández (viaje a la isla de Robinson Crusoe). Ediciones B.
Guía
Cómo ir
- Valparaíso se sitúa a 115 kilómetros de Santiago de Chile por la Ruta 68.
Visitas
- La Sebastiana (www.fundacionneruda.org; 00 56 322 25 66 06). Fundación Pablo Neruda. Ferrari, 692. Valparaíso. Martes a domingo, de 10.00 a 18.00. Entrada: 3,20 euros.
Información
- Oficina de turismo de Valparaíso (www.ciudaddevalparaiso.cl; 00 56 322 93 96 69).
- www.turismochile.com.
- www.sernatur.cl.
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