La mano por el hombro
Los compromisos que han asumido los países suscriptores del comunicado de la última reunión del G-20 han desautorizado a los más escépticos. En los tres propósitos esenciales en los que debería articularse la cooperación de ese grupo representativo de más de dos terceras partes de la población y el 80% del PIB global —restauración del crecimiento, reforma del sistema financiero global con el fin de evitar crisis como la que ha provocado esta recesión global y rechazo del proteccionismo— las tareas anunciadas son suficientemente explícitas como para que pueda confiarse en la utilidad del encuentro.
Algunas cualificadas opiniones de urgencia han destacado como argumento con mayor autoridad del éxito de la cumbre el veredicto de los mercados financieros de todo el mundo: el repunte de sus cotizaciones. Antes de leer la primera de las ocho páginas con los 29 puntos del comunicado muchos analistas, no solo los económicos, confiaron en las variables financieras. Es también habitual que esa sacralización de la capacidad de escrutinio de las cotizaciones bursátiles y de la rentabilidad de los bonos la hagan en mayor medida quienes menos creen en la eficiencia de los procesos de formación de precios de los mercados financieros.
¿Cómo se entiende que los operadores en esos mercados hayan saltado de alegría al conocer que el G-20 se ha propuesto someterlos a una más estricta regulación y supervisión como pretendían los representantes alemanes y franceses, fundamentalmente? La respuesta ha de admitir una matización al enunciado de la cuestión: los mercados venían ya con ganas de recibir señales compradoras y estas en cierta medida las anticiparon los asiáticos antes de que terminara la cena de recepción que ofreció la reina de Inglaterra. Esto ocurría poco después de que Michelle Obama extendiera su brazo el hombro regio, un gesto manifiestamente heterodoxo.
Lo más relevante, en todo caso, es que quizás los operadores en los mercados financieros, como la generalidad de los agentes económicos, han valorado el clima de cooperación global casi tanto como la flexibilidad de algunas normas contables de valoración de activos que se conocían en EE UU horas antes del inicio de la cumbre y animaron también a los mercados bursátiles.
Todo ello ocurría apenas dos días antes de que emergieran en algunos países (EE UU y España, entre ellos) esos desastrosos registros de desempleo que son los que en mayor medida reclaman acciones multilaterales como las nacidas en torno al G-20.
Es verdad que hasta los operadores financieros hasta hace poco más fervientes partidarios de la "autorregulación" son ahora, tras la observación de los destrozos de esta crisis financiera, mucho menos fundamentalistas y entienden que el apuntalamiento de los principios de mercado, con una "regulación efectiva e instituciones globales fuertes", es de todo punto necesario.
Al conjunto de los agentes económicos también les ha debido convencer el compromiso adoptado en Londres al conocer la asignación a los ya existentes programas de estimulo nacionales, prestamos y garantías comerciales por más de 1 billón de dólares, que serán administrados por el Fondo Monetario Internacional (FMI) con el propósito de no excluir a las economías menos desarrolladas.
Esto, junto al explicito rechazo de aquellas devaluaciones competitivas que alimentaron las tensiones proteccionistas de los años treinta, justifica la valoración favorable de los resultados de la cumbre y la razonable esperanza de apertura de una nueva época. En esta, es posible que la más significativa mano por el hombro sea la que los gobiernos extiendan sobre los mercados financieros con el fin de evitar accidentes como el que ha generado las mayores perdidas de bienestar desde la Segunda Guerra Mundial.
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