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Columna
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Depresión

Debe de ser la altura. Esos cerros siempre mirándome. Dos mil seiscientos metros. Los Andes se empinan. Debe de ser. El soroche dicen por aquí. Normal en Bogotá. Un cerro de punta, en la cima del mundo. Y el aguacero. Llueve. Hace sol. Vuelve a llover. Todo me recuerda a Galicia. El sonido de la lluvia en otros árboles del trópico. La melancolía de esos cielos nublados que de repente el astro aparta de un manotazo que escuece la piel. La morriña, acabo por pensar, tiene la misma temperatura del soroche, la misma languidez de estos cielos, de estos cerros. Pero lo que más me preocupa deben de ser estas malditas décimas de fiebre, es que vuelvo a subir el Calvario en el coche oficial de Feijóo. Bueno, en el sueño, no es él precisamente sino un chófer con librea que viene a recogerme aquí, a la Carrera 7. Lleva esperándome desde hace algunos días. Ahí, sin moverse.

En Bogotá veo en sueños a Quintana pasear del brazo de Paco Rodríguez bajo los sicomoros

El chófer, de vez en cuando, sale y fuma un cigarrillo apoyado en el capó. Quiere llevarme a Montserrate, ese Corcovado bogotano, dónde se ve la ciudad de diez millones de almas, quiere mostrarme la verdad, la verdadera fe, el sendero luminoso que sólo se percibe desde la altura. Me he equivocado, lo reconozco, pero no concibo que puedan ser tan crueles de perseguirme hasta aquí, hasta este cerro del mundo, que el señor presidente mande el chófer venir a por mi para abjurar de todo mi realismo mágico. El portero, de vez en cuando, me llama para advertirme de que me están esperando. No sé cómo han podido saber mi paradero, no sé como carajo han podido suponer que yo no estuve allí, que yo no formé parte de la conjura, que no tengo nada que ocultar, si acaso seguí de lejos la contienda y di mi opinión de una forma realmente mágica y desacertada, pese a todo perdimos, mejor dicho, volvimos a perder como tantas otras veces, como en el 39 camino de Buenos Aires, como ahora mirando los cerros de Bogotá en medio de estos aguaceros que aguan aún más el sentimiento, el viento en las araucarias, en los tamarindos, este trópico de humedades, este trópico.

Muy cerca de aquí Simón Bolivar tuvo que salir por la ventana, perseguido, camino de un exilio de fiebres y espías, el general en su laberinto lo tuvo sin embargo más claro que otros libertadores que no han estado a la altura del sueño, de este sueño, que desde la altura alguien quiere mostrarme con toda la crudeza. Espío por los ventanales. El chófer sigue ahí. Lee la prensa local que habla de héroes locales y revanchas locales. Me da un vuelco el corazón comprobar que son los mismos en todas partes. Latifundistas del café para todos. Café colombiano, claro. Los mismos caretos del sueño, Feijóo, Baltar, Louzán, pero también veo a Anxo Quintana pasear del brazo de Paco Rodríguez bajo los sicomoros. Las fiebres tropicales guardan este extraño proceder, las visiones son tan exuberantes como aguaceros, las verdades tan resplandecientes como las hojas del hurapán.

Lo mejor de los gallegos es ese no estar en ningún lugar, ese estar de paso, ese aprecio por el más allá que es parecido al horizonte que se debe adivinar desde Monserrate: la nada y el creador con los brazos extendidos. Debe de ser también Cortázar. Tengo la costumbre de no llevar libros cuando viajo. Leo de prestado. Estos días tengo al argentino en la cabecera de la cama. Le recuerdo con Aurora Bernárdez en un cruceiro de no sé que parroquia gallega. Cortázar en Galicia, en Bogotá, en cualquier tiempo, mientras mi hermana compra una santa para la tumba de mi abuela. Cronopios y famas. Discúlpenme si no quiero esclarecer más este sueño. El chófer sigue ahí bajo el aguacero. El coche es un tiburón francés de la época de Pompidou. El chófer está leyendo de nuevo el diario. Dice la última estadística que Galicia es la comunidad de España con más depresiones por habitante. Eso fue antes de que pasara lo que pasó. A lo mejor ahora escampa, o hay menos incendios, o menos basura que seguir arrojando.

Pero ya les digo todo es fruto de la altura, la desilusión, la zozobra, estos cerros, estos aguaceros. No puedo dejar de pensar, ni siquiera en la distancia. Simón Bolívar acaba de saltar por la ventana perseguido por sus enemigos. El chófer sigue esperando bajo la lluvia, con el pitillo encendido. Haría bien en despertar de este sueño. Haría bien dejar de soñar que todo esto ha sucedido. Sin ir más lejos.

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