¡Pobres millonarios!
Mientras me tomaba el café en una terraza del barrio Gótico, leía en el diario las malas noticias para los pobres millonarios de la lista de Forbes, cuyas fortunas se les han esfumado con este ventarrón económico. Ya lo decía yo. A los poderosos no se les puede confiar ni su propio dinero. Entonces recordé los muchos infortunios que estos personajes hacen padecer, desde las camisetas de don Amancio Ortega que se desgastan a la primera, hasta el dolor de hígado que me produce el señor Emilio Botín por las comisiones que me quita de la mísera cuenta de banco. Me pregunto qué pensará el Chapo Guzmán, prófugo narcotraficante, de estar en la lista junto a tanto especulador, él que se ha ganado el sitio con el sudor de su gatillo.
Tras entrevistar a Bill Gates juré dedicarme a contar historias del lumpen proletariado
Sin duda, el mayor tropiezo me lo he llevado con el number one, Bill Gates, a quien conocí personalmente hace poco más de una década, cuando trabajaba para la televisión mexicana. "Tendrás la exclusiva", me aseguraron. Como nunca he sido madrugadora, aquella mañana tuve que elegir entre dormir una hora más o salir disparada al servicio de maquillaje de la televisión para que el multimillonario me encontrara presentable. Escogí la primera. Al despertar, ya iba tarde, así que me puse lo primero que encontré, acicalé la melena rebelde con un poco de agua y llegué jadeando unos minutos antes de que arribara el magnate: "Las luces por aquí. La cámara por allá", pedí. Bill Gates entró acompañado de quien le coordinaba su visita a México e hizo las presentaciones. Dudé en estirar la mano para saludarle, pues con esa reputación de rey Midas que tiene, temí que me convirtiera en estatua, así que sólo sonreí y le dije: nice to meet you. Me miró detenidamente con un gesto desaprobatorio, seguramente esperaba a una despampanante presentadora de televisión como esas que salen en CNN y no a una joven bajita con rasgos autóctonos de la Gran Tenochtitlán.
Mientras nos colocaban los micrófonos, observé que el acaudalado hombre tenía una mancha en la corbata, pudo haber sido de huevo o yogur, no se podía adivinar con exactitud lo que el rey del Microsoft había desayunado ese día, de cualquier forma, la observación me tranquilizó, pues el millonario tampoco lucía impecable.
Su rígido semblante no mejoró hasta que comenzó el conteo: "cinco, cuatro, tres, dos: ¡Grabando!", entonces el señor Gates brindó una sonrisa espectacular dirigiéndose a la cámara. ¡Por eso me gustan los norteamericanos!, porque no andan desperdiciando sonrisitas por ahí, a menos, que tengan una verdadera utilidad en la mercadotecnia. Mientras él me contaba su vida y obra en la informática y sus grandiosos éxitos, yo sólo pensaba que con la fama de filántropo que posee, quizá se compadecería de una pobre reportera y me firmaría un chequecito. ¡Habría salido de tantas deudas!
Poco después, me percaté de que el entrevistado tenía un enorme moco verde en el orificio derecho de la nariz que burbujeaba al ritmo de su respiración. Comencé a ponerme nerviosa, pues exhibir un moco de Bill Gates en transmisión internacional pudo haber sido motivo para echarme a la calle por no cuidar la imagen de mis entrevistados. Así eran aquellas épocas en el imperio del señor Azcárraga, -director de la televisión y otro millonario empobrecido, que ha caído hasta la posición 701 de la lista- decidí callar y encomendarme a la divina providencia, pues no encontré la manera de interrumpir la grabación y decirle a Bill Gates que tenía "algo" en sus Windows nasales. Al terminar la entrevista se le borró instantáneamente la sonrisa y desapareció con todo y su moco. Me apresuré a preguntar al camarógrafo: "¿Se le veía, se le veía?". El sólo levantó los hombros y me dijo: "Qué te preocupa. Es un moco de Bill Gates. ¡Un Mocosoft!".
Desde entonces, juré dedicarme a contar historias del lumpen proletariado, porque con los magnates sólo se pasan bochornos y humillaciones.
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