Los 'indies' se vuelven realistas
Los nuevos filmes independientes muestran ahora el lado áspero de la sociedad
El celuloide se tiñe de realidad. El género indie que solía pecar de exceso de egocentrismo y densidad introspectiva, ahora mira con crudeza hacia la realidad y deja de lado el onanismo del mi-me-conmigo. No todos los cineastas independientes pueden llamarse neo-neorrealistas, como los ha definido el crítico A. O. Scott en el diario The New York Times. Pero en los títulos que han llegado a las pantallas en los últimos dos años hay una pátina de aspereza de la que carecían las películas de bajo presupuesto y contenido alto en autoanálisis del arranque del siglo XXI. No son filmes taquilleros, pero sí difíciles de olvidar.
Wendy and Lucy, de la estadounidense Kelly Reichardt, es probablemente el filme que mejor simbolice esta tendencia. Figuraba entre las 10 mejores películas de 2008 de la mayoría de críticos estadounidenses. Sin embargo, tuvo una distribución modesta y se vio gracias al boca a oreja. En ella, la actriz Michelle Williams es la guía de un viaje sin final feliz. Apenas ocurre nada. Sin embargo, con pocas pinceladas muestra la dureza de una sociedad que no tiene piedad con quienes no encajan en lo establecido. Y aparecen personajes sacados de la realidad, como los jóvenes sin casa, que viajan sin dinero y sin rumbo tras renunciar a una vida normal.
Ésta es otra característica de algunos de estos filmes: utilizan a actores no profesionales para algunos papeles. El protagonista de Man push cart (2005), del estadounidense de origen iraní Ramin Bahrani, era un vendedor ambulante y su experiencia se incorporó a este filme que se centraba en observar visualmente y con apenas diálogos el día a día de los inmigrantes cuyos carritos de perritos calientes son ubicuos en Nueva York, pero de cuyas difíciles vidas nadie sabe nada. Bahrani está a punto de estrenar su tercer filme, Goodbye solo, también marcado por el realismo.
Hace dos años Half Nelson (2006), de Ryan Fleck, invitó al espectador a entrar en dominios antaño vetados al indie estadounidense: se exploraba el difícil terreno de la vida de una adolescente del gueto y su relación con un profesor adicto a las drogas. Y en Ballast (2008), de Lance Hammer, la vida de los afroamericanos pobres se desplegaba en su crudeza.
Al contrario de los neorrealistas italianos como De Sica o Rossellini, vinculados al partido comunista en la difícil posguerra, los directores estadounidenses no tienen color político, pero sí la inquietud por mostrar esa parte sucia de la realidad que Hollywood suele teñir de colores rosados. Larga vida al nuevo indie.
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