Las mejores cartas de Roth
De un modo u otro, en las novelas de Philip Roth emerge siempre la indignación contra cualquier forma de manipulación del poder. Tanto si se trata de la incomprensión de una realidad distinta a la suya, como le ocurre al personaje central de Pastoral americana, como si trata directamente de un personaje enfrentado a la historia de su país, tal cual ocurre en La conjura contra América. Pero en esta última, una novela breve al igual que la admirable Sale el espectro, la indignación se convierte en el protagonista de la obra. El Roth último, el que lucha con la destrucción física y moral de la vejez, se olvida de este asunto para regresar a los años cincuenta, los años de la guerra de Corea, la apoteosis de la Norteamérica racista y reaccionaria pre-kennedyana. Lo cual no deja de ser de gran actualidad tras los años de plomo del presidente Bush II.
Indignación
Philip Roth
Traducción de Jordi Fibla
Mondadori, Barcelona, 2009
176 páginas. 17,90 euros
Marcus Messner es un joven judío de 18 años que ingresa en un colegio universitario de su Newark natal (y de Roth). Es hijo de un carnicero kosher que, a medida que su hijo crece, se obsesiona con la preservación de su vida, convirtiéndose en un maniático que lo agobia con toda clase de advertencias y prohibiciones hasta el extremo de hacerle huir a una universidad a 800 kilómetros de distancia, en Winesburg, Ohio (¿un guiño a Sherwood Anderson?), un lugar del Medio Oeste más conservador. La vida en la universidad es brillante en cuanto a los estudios, pero de difícil adaptación social, lo que le acaba llevando al despacho del decano. El decano, un antiguo héroe deportivo y hombre de creencias tan firmes como limitadas, trata de doblegar con una mezcla de suavidad e incomprensión el carácter solitario de Marcus y Marcus, que ha pasado de la presión de su padre a la del decano, estalla -en una escena maravillosa, una de las más potentes que ha escrito Roth- y vuelve a estallar en defensa de su libertad. Esa indignación manifiesta es el eje que da sentido a toda la novela.
Hay un elemento más: el fondo del escenario lo ocupa la guerra de Corea y, con ella, lo que acompaña a toda guerra: la muerte de los jóvenes. Marcus estudia, entre otras razones, para librarse de ser reclutado como soldado raso en una guerra en la que cientos de ellos están cayendo diariamente. Ese miedo a la muerte es distinto del que siente su padre por él. En el padre es el miedo a perder a su único hijo, su única esperanza de futuro, y lo acosa por preservarlo de ella, no sólo en la guerra, sino en el barrio mismo, temiendo por las malas compañías y los vicios callejeros; en el hijo es el deseo de vivir para que le dé tiempo a ser él mismo, a encontrarse con el destino que trata de labrarse con una dedicación casi obsesiva al estudio. Ninguno de los dos, por distintas razones, desea que el hijo sea sólo un carnicero de barrio, sino un ciudadano encumbrado gracias a una brillante titulación universitaria.
La novela transcurre en siete fases: la lucha con el padre y la salida de casa; el encuentro con la universidad por sus propios medios; el encuentro con una muchacha peculiar, Olivia, con la que pasa de la timidez en el trato a una felación por sorpresa; el encuentro -doble- con el decano Caudwell; la progresiva locura del padre y el hartazgo de su madre; la desaparición de Olivia y, séptima y última, la catarsis en medio de una tremenda nevada. En un momento dado, el lector descubre que el narrador (el propio Marcus) dice estar muerto o quizá lo finge, lo que podría hacer tambalear el principio de verosimilitud; pero, a estas alturas, Roth no se va a dejar atrapar fácilmente. Lo que sí produce es una medida desazón, pues Roth se demora en descubrir su mejor carta.
Los personajes quedan soberbiamente construidos con un mínimo de elementos. Cada uno -excepto el joven Marcus- muestra de sí mismo la cara que necesita el autor, pero esa cara la llena por completo su propia actuación. Son personajes funcionales que adquieren la categoría de complejos, lo cual es una hazaña no infrecuente en Roth, pero aquí extraordinariamente depurada. El papel que les atribuye es el de rodear el nacimiento de la indignación dentro del desarrollo de la personalidad de Marcus Messner, y a fe que lo consigue. Son, además, dentro de una única cara, ambivalentes, por eso insisto en la cualidad de hazaña literaria. La madre que visita a su hijo en el hospital, convaleciente de una apendicitis que todos sospechamos que se le ha disparado tras la conversación con el decano, introduce entre las emociones quizá calculadas un pacto sospechosamente parecido a un chantaje. La muchacha de la que se enamora está escondiendo, además de ciertos actos, una historia muy dura, sólo apuntada, pero trazada con unas pocas e impagables pinceladas que son un modelo de empleo de la sugerencia. La progresiva locura del padre tiene un desarrollo lleno de matices que se apoya sólo en dos momentos de exposición desarrollados con una lucidez impecable. El decano Caudwell, en fin, doblado al final por el presidente de la universidad en un acto público donde se resume todo el hervor de la novela, está construido sobre un miserable camaleonismo que contiene a la vez la untuosidad, la comprensión, el paternalismo y el anatema; y el modo en que muestra al lector el paso de un liberalismo de fachada al juicio preconcebido merece estar a la altura literaria de los ejercicios espirituales que recibe el joven Stephen Dedalus en el Retrato del artista adolescente de Joyce.
En suma: ciento setenta y tantas páginas le bastan a este sabio y consumado escritor para expresar el sentido de su cívica indignación moral dentro de una historia que concluye dramáticamente con un muchacho que ha luchado por su libertad personal y moral para acabar acribillado a bayonetazos en una trinchera en Corea y fundirse en la nada. La obra narrativa que viene escribiendo Roth desde El teatro de Sabbath en 1995 es, con alguna excepción menor, uno de los monumentos literarios más grandes que se han levantado en los Estados Unidos desde la segunda mitad del siglo XX. -
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