Cumbre decisiva
La reunión del G-20 en Londres puede ayudar a gestionar la crisis o generalizar la desconfianza
A problemas globales, soluciones globales, es uno de los enunciados más repetidos desde que el chispazo de las hipotecas subprime desencadenara la más severa y amplia crisis económica desde los años treinta. Pero es una de las pocas certezas que la complejidad de la situación actual ofrece. La coordinación de las políticas económicas entre los Gobiernos depararía una mayor eficacia que las iniciativas unilaterales, especialmente si el objetivo es evitar desplomes adicionales del crecimiento y del empleo.
La próxima reunión del G-20 en Londres puede, en efecto, facilitar la gestión de esta crisis global o, por el contrario, validar el escepticismo de quienes asumen fatalmente la inutilidad de ese tipo de formaciones en la cooperación internacional. Evitar la decepción significaría que las grandes economías decidieran incrementar de forma significativa el gasto público en inversión, cuando menos en las cuantías relativas comprometidas por la nueva administración estadounidense. Sólo así podrá evitarse la alimentación de la espiral desempleo-deflación.
En segundo lugar, el compromiso por alejar las tentaciones proteccionistas ha de ser absolutamente inequívoco, lo mismo que el establecimiento de mecanismos de verificación continua. El cada día más relevante contraste de esta crisis con la que condujo a la Gran Depresión tiene en la extensión de las "políticas de perjuicio al vecino" una de sus principales referencias.
Por último, las prioridades de apuntalamiento del sistema financiero, mediante una mejor regulación y supervisión de la actividad, constituirían señales para el asentamiento de la confianza. Es en este contexto en el que es tan fácil como necesario eliminar definitivamente los paraísos fiscales y excluir de la escena financiera internacional a los países que siguen albergando el oscurantismo financiero, con prácticas como el secreto bancario, estrechamente vinculadas a la evasión fiscal y a otros delitos.
El escepticismo de los contribuyentes no deriva sólo de la muy cuestionada eficacia de sus Gobiernos en la gestión de la crisis, sino también de la facilidad con que los grandes operadores financieros no purgan los delitos, las estafas o los fraudes fiscales. La apuesta por el juego limpio facilitaría la comprensión de esas transferencias de dinero público a los bancos en dificultades que, desgraciadamente, van a seguir siendo necesarias.
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